Recuerdo cuando todo inició en mi país. Era la noche de un viernes. Había salido con mi hija para hacer el mercado de la semana. En el supermercado podías escuchar música de una emisora de Radio. Todo parecía normal.
De pronto empezó la hora de las noticias y hablaron de los primeros casos del virus que detectaron en Panamá.
En cuestión de minutos el supermercado se llenó de personas desesperadas que se llevaban todo el alcohol que podían junto a geles alcoholados, paños de limpieza y desinfección, líquidos desinfectantes, papel higiénico,…
Nunca imaginé lo que estábamos por vivir. ¿Quién podría imaginarlo?
Recuerdo haber visto en esos días la entrevista de una enfermera que venía de un país de Europa en que las condiciones eran críticas por el virus. Le preguntaron su opinión y respondió: “Vengo del futuro. Muy pronto nos alcanzará y es de espanto”.
Era el momento de confiar
Después de sembrar en nosotros el miedo que paraliza, nos encerraron a todos en una prolongada cuarentena.
Cerraron muchos comercios, cines, restaurantes y pronto cerrarían también las iglesias, algo que nunca antes había pasado ni creí posible. Y me daba mucho dolor.
A menudo reflexionaba: “Dejaron los supermercados abiertos para que podamos comprar comida. Pero, ¿y el alimento del alma? ¿Por qué no dejan abiertas las iglesias para que podamos fortalecernos con los sacramentos y la presencia de Dios?”.
Recuerdo las veces que envié a mi Ángel de la Guarda a visitar a Jesús y hacerle compañía en esos sagrarios solitarios, abandonados por la pandemia en diferentes iglesias.
Teníamos mucho tiempo libre en la casa. Me gustaba sentarme en una banca de madera que tengo afuera para pensar, reflexionar y orar.
Tenía frente a mí dos caminos claros: el primero era una actitud positiva, vivir confiando en Dios, el segundo camino era de oscuridad y pesimismo.
Decidí confiar en Dios pasara lo que fuera. Siempre confiaría y le pedí en mi debilidad esa gracia particular: “la confianza”.
Dios es amor
Sentía la presencia cotidiana de Dios que todo lo abarca, amándome, velando por nosotros, pidiéndonos pureza de alma y corazón.
Meditaba sobre el estado de mi alma y cómo la vería Dios. Sobre la Iglesia que es una, santa, católica y apostólica y si sabía valorarla, amarla, cuidarla. Y sobre el poder de la oración.
Me abandoné en sus manos amorosas y decidí escribir y compartir mis experiencias con Dios.
Verdaderamente fuimos afectados, física y espiritualmente.
Descubrí que podía confiar en Dios a pesar de todo. Por cientos de motivos muy sencillos. Aquí hay unos pocos:
Leer la Biblia me abrió el entendimiento a muchas verdades que no comprendía y para las que siempre busqué respuestas.
Por eso te recomiendo si pasas un mal momento o buscas respuestas a las inquietudes de tu vida, confía en Dios, reza sin desanimarte y lee la Biblia.
¡Dios te bendiga!