Hoy miro al cielo. Dios Trino viene a hacer morada en mi alma. La huella del Espíritu, su fuego, su torrente de agua acaba con todos mis miedos. Me dice Jesús:
El Espíritu Santo me irá contando lo que no sé. Me irá revelando poco a poco lo que necesito saber para vivir. No es tan sencillo.
Yo en seguida creo saberlo todo y me equivoco. Y pretendo que Dios me lo revele todo. Me diga por dónde tengo que ir y las decisiones que debo tomar.
Quiero saberlo todo, incluso lo que no podría soportar. No puedo cargar con todo ahora, lo sé.
Es el Espíritu quien lo logra
El Espíritu se adapta a mi capacidad. Me da el fuego que necesito. En ocasiones he intentado llegar yo solo al cielo, construir los cimientos, levantar escaleras.
He querido alzarme por encima de los vientos. Y he pretendido llegar a lo alto del cielo. He esperado un premio por mi perseverancia, por mi lucha, por mi esfuerzo. El padre José Kentenich me recuerda:
Yo sólo puedo cultivar una oración humilde con Dios. Un diálogo silencioso y pausado. Sólo puedo callarme y dejar que su luz me ilumine y su amor me penetre.
Todo es don
El Espíritu me conduce. Me seduce. Me lleva donde al principio no quería ir. Pensaba que se trataba de mí, de mi fidelidad, de mi fuerza, de mi perfección, de mi pureza.
Con el tiempo he comprobado que todo es don, gracia, misterio, misericordia. Que no tengo que triunfar en todas las batallas y no necesito lograr éxito en todo lo que emprendo.
Que la vida puede fallar cuando menos lo espero. Y las derrotas pueden venir casi sin darme cuenta.
Quiero la vida que viene del Espíritu. Por eso me abro a la gracia. Espero una cuerda que me permita ascender a lo más alto. Un viento que acabe con todas mis resistencias.
Dejarme hacer es lo más difícil que he vivido. Pero eso es lo que hace Dios cuando me dice que viene a vivir dentro de mi alma.
Habita en mí la Trinidad y yo me vuelvo hijo de Dios, esposo de Cristo, templo del Espíritu. Y toco la gracia en ese caminar a su lado.
Vivir alegre
Quiero vivir así, confiado, libre, apaciguados los miedos. Me gustaría pedirle al Espíritu Santo la alegría.
Los apóstoles salieron del Cenáculo felices. Los miraban y pensaban que estaban borrachos. Eso siempre me conmueve. Transmitían su alegría con los ojos, con las palabras, con los gestos.
La Iglesia necesita rostros alegres que comuniquen esperanza. Una risa que incluya, que levante el ánimo. Una risa que llene de paz el alma y haga sonreír.
Necesito que el Espíritu Santo al habitar en mi interior me llene de una alegría honda y verdadera.
Vivo buscando sucedáneos de felicidad. Todos los éxitos en mi vida traen una alegría temporal. Sólo Dios se instala en el alma dándome una alegría duradera.
Nada ni nadie podrán quitarme la sonrisa. No habrá desgracia ni problema que me hagan dejar de sonreír.
Entender y sobre todo confiar
El Espíritu Santo me desvela el rostro de Dios. Me muestra su presencia a mi lado. No me dice todo lo que va a suceder en el futuro. Pero sí me inspira para saber por dónde caminar.
El Espíritu Santo me ayuda a entender cosas de mi pasado. No todas, es imposible, el pasado siempre pesa. Pero no puedo vivir atado por lo vivido.
Me levanto con la sonrisa de esos apóstoles enamorados. El Espíritu despierta en mí el deseo de amar más, de darme por entero. Me hace confiar en todo lo que viene por delante.
Me hace abandonarme en las manos de Dios como un niño que descansa tranquilo. Sin saberlo todo, sin tenerlo todo claro.