Mi esposa y yo, al casarnos, sabíamos que contraíamos una deuda de amor que pagaríamos cada día, así que en la promesa de un amor pleno y total abrimos una cuenta cuyo monto solo agotaría los años que Dios nos concediera de vida.
Al principio, nuestra parte angélica se encargó infaliblemente de ir al corriente. Luego inevitablemente fue pasando la secuela de la luna de miel, para enfrentar y conocernos en el mundo real; que en sus avatares necesariamente se muestran las fallas o fortalezas del carácter.
Entonces adquirieron relieve nuestros defectos y limitaciones, provocando que el saldo a deber, en vez de disminuir, aumentara; de tal forma, que en ocasiones perdíamos la paz y la felicidad de amarnos.
Conocíamos a quienes se habían separado argumentando simple incompatibilidad de caracteres, un argumento absurdo que suele terminar en la postura de: “si yo no puedo ser feliz, tú tampoco lo serás”. Mas lo cierto, es que, en el fondo de la supuesta incompatibilidad, lo que sucede es que se se ha dejado de sintonizar con el dolor que se le causa al otro.
Tal cosa nos estaba sucediendo.
Por fortuna nos decidimos por acudir a ayuda especializada y apelamos a la gracia del Dios, de nuestra fe.
Amar cuando duele
Lo primero fue admitir que nuestro vínculo matrimonial, contenía potencial y radicalmente una exigencia de justicia acerca del deber ser, que haría posible todo el desarrollo de la vida matrimonial, y que, por nuestro egoísmo, estábamos ocultando esa profunda verdad.
Una exigencia de justicia, que, en nuestro caso, en un recomienzo, era sentir el uno por el otro, un amor misericordioso.
Es fácil amar a quien no nos causa penas, malestares o contradicciones, pero esa persona ideal, en realidad no existe. Pues tarde o temprano no solo presentara defectos, sino que una vez superados estos, de ordinario aparecerán otros. Es lo propio de nuestra humanidad.
En nuestra critica relación la dureza provenía de duros prejuicios acerca de la valía de quien nos decía amar, porque ahora la veíamos en la realidad de sus defectos y limitaciones que no eran nuestro propósito aceptar.
Cuando, por el contrario, quien ama verdaderamente se duele de las miserias del otro; como si estuviesen dentro de su propio corazón para abrirse a la comprensión y al deseo de ayudar.
No le ama a pesar de los defectos, sino con todo y ellos, más aún, a través de ellos.
Confianza en el otro
Esta forma de amar conyugalmente permite atravesar por los claroscuros de la relación; en los que, en ocasiones, a pesar del dolor por alguna ofensa sufrida o cualquier otra contrariedad, con reproches amorosos, quienes se aman, son capaces de hacer las paces; recuperando los ánimos, y tomando consciencia de que se está ante una oportunidad de potenciar los rasgos positivos de la personalidad para compensar los negativos.
Por este camino, desde entonces, podemos caer por falta de virtud o por debilidad, mas no por malicia; pues sabemos que todo lo podemos soportar, menos sentir y saber que no nos amamos.
Poco a poco recuperamos la confianza inalienable en nuestro mutuo amor, que siempre estuvo ahí, envuelta en las tinieblas de malos entendidos. Recuperarla tuvo un mágico efecto que nos permitió reconciliarnos con nuestras propias miserias, para olvidar las necesidades propias y abrirnos a las del otro.
Y la necesidad más grande de dos que se aman, ante el error cometido, es el sincero arrepentimiento, que es siempre una prueba de amor.
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