María de la Encarnación Rosal se enfrentó a aquellos que se empeñaron en su tiempo en menospreciar y limitar la acción de las órdenes religiosas. En varias ocasiones tuvo que dejar atrás su proyecto a causa de leyes y posturas anticlericales.
Algo que no hizo que esta mujer, la primera beata de Guatemala, se rindiera en ningún momento. María de la Encarnación tuvo claro que su vida debía estar consagrada a Dios, a la oración, al Sagrado Corazón de Jesús.
Y lo hizo desde el que fue su hogar, la congregación de las hermanas Bethlemitas, donde reformó la institución e hizo crecer los proyectos que mejoraron la vida y la dignidad de los más desfavorecidos.
Su nombre real era María Vicenta Rosal, con el que fue bautizada tras su nacimiento en Quetzaltenango, Guatemala, el 26 de octubre de 1820. Su infancia transcurrió en un feliz ambiente de amor y fe.
Sus padres, Manuel Encarnación Rosal y Gertrudis Leocadia Vásquez, así como sus hermanos, le dieron una buena formación intelectual y le transmitieron unos profundos valores religiosos. Además de compartir con ellos su fe y una intensa devoción por la Virgen María y el Sagrado Corazón de Jesús, María Vicenta, una niña alegre y llena de energía, aprendió del ejemplo caritativo de los suyos para con los más desfavorecidos.
María Vicenta conoció la labor que realizaban las religiosas de la orden de Belén, conocidas como hermanas Bethlemitas. Después de comunicar a sus padres y a su director espiritual su deseo de unirse a ellas, el primero de enero de 1838 marchó a Guatemala para conocer de primera mano el Beaterio de Nuestra Señora de Bethlem.
Meses después, recibía el hábito de hermana bethlemita, el 16 de julio de ese mismo año. Ese día tomaba el nombre de María de las Encarnación del Sagrado Corazón. La hermana María de la Encarnación hacía sus votos el 26 de enero de 1840.
Durante una temporada se trasladó a otro convento para encontrar la paz que necesitaba. En esos momentos de meditación fue cuando se dio cuenta que Jesús la estaba guiando para que regresara a Belén y reformara la orden. Sin dudar en ningún momento, empezó su camino en el que iban a encajar la oración y la acción apostólica.
Preocupada por la formación de las niñas, lo primero que hizo fue construir un colegio.
María de la Encarnación pasó de ser priora a asumir el cargo de vicaria, mientras continuaba con la reforma de las Constituciones que regían la vida del convento. Volcada en la organización conventual, la Madre María de la Encarnación no olvidaba sus momentos de oración que la acercaban cada vez más a Dios.
En una vigilia de Jueves Santo, en 1857, sus meditaciones sobre el Calvario de Cristo la llevaron a oír una voz que le decía, “No celebran los dolores de mi Corazón”. Experiencia mística que la convenció aún más de la necesidad de postrarse ante el Santísimo. Consiguió para ello que el arzobispo le diera autorización expresa para exponer el Cuerpo de Nuestro Señor cada día veinticinco de mes. Desde la primera exposición, el 25 de agosto de 1857, la Madre Encarnación difundió esta importante devoción.
Su labor se extendió más allá de los muros de Bethlem y pronto empezó a pensar en la necesidad de fundar nuevos colegios que acercaran la formación a las niñas. En 1861 se fundaba en su ciudad natal, Quetzaltenango, un nuevo convento y un colegio bautizado como Colegio de los Sagrados Corazones de Jesús y María. También inició la creación de una enfermería y un centro de acogida para niños huérfanos.
Este extenso proyecto se vio alterado por la persecución religiosa y la expulsión del país de las órdenes religiosas. María de la Encarnación no se dio por vencida e intentó fundar dos colegios femeninos en Cartago y Heredia, en Costa Rica.
De nuevo la intransigencia contra su modelo educativo religioso las obligó a marchar, esta vez a la localidad colombiana de Pasto. Allí se fundó el 1 de mayo de 1885 un colegio. Al año siguiente nacía la “Casita de Huérfanas”, un hogar para niñas pobres que en la actualidad sigue vivo como el Hogar San José, en la misma localidad de Pasto. Su fama y carisma se fue extendiendo por otros puntos de Latinoamérica desde donde la requerían para la creación de nuevos centros. Eso pretendía hacer en Tulcán y Otavalo, en Ecuador.
Hacia allí se dispuso a viajar en el verano de 1886 cuando, a medio camino, una caída del caballo provocó en su cuerpo ya mayor unas lesiones de las que no se recuperaría. A sus sesenta y cinco años, cansada y afectada por la caída, al llegar a Tulcán se postró en cama. Ya no se levantaría. Falleció el 24 de agosto de 1886.
María de la Encarnación fue enterrada en la Iglesia de San Miguel de Tulcán. Años después, cuando su cuerpo fue desenterrado para su traslado al Colegio del Sagrado Corazón de Jesús de las hermanas Bethlemitas de Pasto, descubrieron con asombro que permanecía incorrupto. Este hecho hizo que algunos la recordaran como la “Monja Durmiente”.
Su labor en vida y su testimonio de incorruptibilidad en la muerte, impulsaron su proceso de beatificación que concluyó con su beatificación el 4 de mayo de 1977 por el Papa San Juan Pablo II.
En la homilía de beatificación, el Pontífice resaltó sus virtudes: “Mujer constante, tenaz y animada sobre todo por la caridad, su vida es fidelidad a Cristo su confidente asiduo a través de la oración y la espiritualidad de Belén”. San Juan Pablo II recordaba que “vivió una espléndida síntesis de contemplación y acción, uniendo a las obras educativas el espíritu de penitencia, adoración y reparación al Corazón de Jesús”.
La Beata María de la Encarnación del Sagrado Corazón de Jesús es venerada por su devoción y admirada por su labor en favor de la educación de las mujeres en Latinoamérica. Su memoria litúrgica se celebra el 27 de octubre.