El amor adulto se deja transformar como una semilla que da fruto. Lo explica en esta excelente reflexión la colaboradora de Aleteia Luisa Restrepo:
No se siembra en todas las épocas del año. La vida de la tierra, como la nuestra, está marcada por la sucesión de los tiempos oportunos.
Y llega también el tiempo de la siembra, el tiempo en que se siembra la semilla en la tierra.
En el frío de la tierra, en el silencio y la soledad, la semilla emprende su camino hacia una nueva vida.
Así también en nuestra vida hay momentos en que estamos llamados a quedarnos solos, relegados y humillados.
Momentos en los que la tierra se cierra sobre nosotros y nos deja en tinieblas. Son tiempos en los que podemos sucumbir a la desesperación o esperar, alimentando la esperanza que nos queda.
Puedes quedarte toda la vida pudriéndote, sin dar nunca frutos. Hay semillas que se pierden, semillas que nunca volverán a vivir. Son semillas que no eclosionan porque no quieren ser transformadas.
Así también entre nosotros hay quienes nunca llegan a amar de verdad, quienes no se dejan transformar por la vida.
Son quienes viven en el caparazón de su egoísmo, son falsos adultos que nunca abandonan la etapa adolescente. Son adultos que no saben hacer sitio a la vida.
Desaparecer para dar vida
El amor adulto, en cambio, es el que se deja arrojar a la tierra, el que sabe aceptar el peso del terrón que lo domina.
El amor adulto se deja llevar, se pierde, se deja transformar. Sabe que para dar vida debe volverse irreconocible.
En la flor ya no se ve la semilla, pero está dentro de ella.
El verdadero amor sabe desaparecer, no reclama continuamente su visibilidad. Es un amor que conoce la irreversibilidad, pues la semilla que se ha dejado transformar ya no puede volver atrás.
El amor de la semilla es para siempre o no lo es. La semilla da vida y ya no puede recuperarla.
Cristo es la imagen de este amor adulto, es el que está completamente perdido, sin guardarse nada para sí. Se da irreversiblemente en la Eucaristía.
Jesús es el pan que se ha formado desde la muerte de la semilla del grano de trigo. Una semilla que después de ser relegada se convierte en una espiga que se tritura para ser pan.
Jesús da su vida gratis sin esperar nada a cambio.
No estamos solos en el camino del amor
En nuestro camino nos encontramos también con aquellos que nos ayudan a caminar para amar así.
Después de todo, todos tenemos el deseo de amar de verdad hasta el final. Todos vemos que solo podemos vivir plenamente la vida si sabemos perdernos por alguien.
En el Evangelio algunos griegos expresan su deseo de ver a Jesús, quieren conocer el verdadero rostro del amor, del que quizás han oído hablar y que les ha fascinado, porque han intuido que ahí está la plenitud de la vida.
A veces es útil buscar mediaciones que nos lleven a Jesús, quizá solos no seamos capaces.
A veces nosotros mismos estamos llamados a ser mediadores, a escuchar el anhelo de los que buscan a Dios.
Momentos que preparan la elección final
Quizás no sea casualidad que los griegos le pregunten a Felipe. De hecho, él es de Betsaida de Galilea, una ciudad fronteriza, por lo tanto sabe lo que significa estar lejos, sabe lo que se siente estar excluido.
El mismo Felipe experimentó lo que significa ser encontrado, ser alcanzado, cuando creía estar fuera de la vida.
Todo esto nos muestra que hay momentos en la vida, pasos que estamos llamados a dar. Para nosotros, como también para Jesús, hay horas que se suceden, momentos que construyen su opción de dar vida.
Luego viene la hora suprema, el momento en que se hace la elección. Pero nunca es una elección repentina, es una elección preparada por su adhesión continua a la vida.
Nosotros estamos llamados a vivir cada momento mirando hacia la meta hacia la que queremos caminar, estamos llamados a entrar en la soledad para luego encontrar y dar la vida.