Se empieza a notar. Ya cansa la guerra en Ucrania. Cansa en los medios de comunicación, cansa en las conversaciones entre amigos, cansan sus consecuencias y hasta nos cansan sus terribles tragedias humanas. Como señaló en su catequesis del miércoles 25 de mayo el Papa Francisco, somos “la sociedad del cansancio”, una sociedad saciada, llena de progreso y bienestar, pero carente de la sabiduría de la vida y, por tanto, a la que todo cansa.
Quizá ahí está la explicación de por qué nos puede llegar a cansar una situación que debería provocarnos más indignación con cada día que pasa.
Porque hay muchas madres que, a diario, ven con impotencia cómo mueren los hijos que con tanto amor trajeron al mundo e hicieron crecer. Aunque sean lo suficientemente adultos como para estar en el campo de batalla, para las madres que los alumbraron siempre serán sus hijos pequeños, sus criaturitas indefensas ante un mundo loco que les ha obligado a lo que no querían.
El Papa Francisco, en un reciente mensaje dirigido a los jóvenes europeos congregados en un encuentro en Praga, no pudo definirlo mejor al recordar que en las guerras “como siempre, unos pocos poderosos deciden y envían a miles de jóvenes a luchar y morir”.
Hace unas semanas encontró la muerte en el frente un joven ucraniano, otro más de la larga lista de vidas, también rusas, que se están destruyendo en esta guerra absurda. Se trata de Artem Dymyd, un joven que había estudiado en la Universidad Católica de Kiev y que formaba parte de Plast, el movimiento scout ucraniano. Pereció en el Dombás. Hace unas semanas se celebró su funeral.
Mientras el padre del joven, sacerdote de la iglesia greco-católica ucraniana, oficiaba la ceremonia, su madre, tomó el micrófono y despidió de forma muy especial a su hijo. Le cantó la canción de cuna que entonaba cuando Artem era pequeño. Al terminar de cantar, Ivanka añadió la siguiente oración: “Cristo ha resucitado de entre los muertos”. Los asistentes al funeral respondieron a una sola voz: “Con su muerte, Él ha vencido a la muerte”.
El joven, de 27 años, vivía y estudiaba en Estados Unidos cuando la invasión estalló. Decidió regresar a Ucrania para defender a su país y a los suyos de una agresión inhumana y sacrílega, tal y como la ha definido el Papa.