Algunos amigos han tenido recientemente la gracia de tener un encuentro con el Señor, a través de distintas experiencias espirituales. Personas que estaban alejadas de la Iglesia, o que no tenían al Señor presente en sus vidas; o que, directamente, no se habían planteado nunca la posibilidad de tener esa relación con Dios.
¡Qué bueno cuando han compartido conmigo lo que esas experiencias les han aportado! Porque estas confidencias son dejarme entrar en su intimidad, compartir conmigo algo realmente precioso.
¿Nos distanciaremos?
Además de ayudarme personalmente a valorar y agradecer un poco más (nunca suficientemente) la presencia del Señor en mi vida, también me plantean retos. Uno de ellos es cómo vivir bien esta relación que acabo de encontrar o retomar con el Señor y, al mismo tiempo, que me ayude en mi relación matrimonial. Porque no siempre esta experiencia es compartida por los dos cónyuges. Tal vez tú has tenido ese encuentro del que hablamos y tu marido o tu mujer, no. Y hay un cierto peligro de distanciarnos entre esposos cuando marchamos a “distintas velocidades” espirituales.
La experiencia de encuentro con Cristo es un deslumbramiento, es como estar en el Monte Tabor: “¡Qué bien se está aquí! Hagamos tres tiendas”. Dan ganas de quedarse a vivir así, con el Señor, con todo el tiempo, la atención, el afecto… puestos en Él. Pero hay que volver a la vida diaria; también los discípulos, tras el Tabor, fueron a Jerusalén. Es verdad que no iban solos, iban con Jesús. Pero el Señor no les dijo: nos quedamos aquí, que se está muy bien. Esa experiencia con Cristo fue un regalo que les confortó y les llenó el corazón para los momentos difíciles que vendrían en la vida. Para nosotros, igualmente, la experiencia de encuentro con el Señor es un regalo, que nos llena el corazón para volver a nuestra vida ordinaria, acompañados por Él.
La vida cotidiana
Nos puede ocurrir que queramos conservar esa sensación de bienestar que hemos experimentado, y para ello empecemos a repetir actos que hicimos en esos días, dejando en segundo plano nuestras actividades cotidianas. Por decirlo más claramente: podemos pensar que es mejor irnos a la adoración de la parroquia que quedarnos a leer un cuento a los niños. Y aquí me parece que es bueno tener cuidado al discernir qué hacemos por el Señor y qué hacemos por nosotros mismos, disfrazado de hacerlo por el Señor.
María, ¿me estás diciendo que no está bien ir a la adoración???? ¡Claro que no! Lo que digo es que, si estáis casados o sois padres, lo que el Señor quiere es que le améis amando a los que os ha confiado.
Si, además, podéis ir a visitarle, a Misa entre semana, a una adoración… ¡qué bueno! Pero, sin darnos cuenta, a veces todo esto se nos cuela como una forma de escapar de lo cotidiano, que es cansado y complicado, y buscamos un bienestar emocional propio. Puede resultar más reconfortante estar una hora cantando al Señor que “peleando” con baños, cenas, cuentos… ¿Vamos a alabar al Señor por Él, o lo usamos como una vía de escape?
El Señor viene a llevarnos a un camino mejor
También es importante tener en cuenta que, como decía antes, muchas veces el acercamiento al Señor y a la Iglesia no se produce a la vez en los dos miembros del matrimonio. Y hay que tener un tacto infinito y mucho cariño y paciencia para no presentar al Señor como la competencia que viene a robarme a mi pareja o a crear desavenencias y sufrimientos, sino como el Amor que quiere llevarnos por un camino mejor.
Si siempre que tengo un momento libre me voy a la parroquia y mi cónyuge no lo entiende, en vez de unirnos nos vamos a ir separando. Tal vez, en ocasiones, agrade más al Señor ofrecerle renunciar a un rato que sabemos que nos iba a gustar y a hacer sentir bien emocionalmente, y amarle disfrutando de una conversación, un paseo o un simple estar con la persona que Él nos ha dado para llegar juntos al cielo.