El fuego es un símbolo antiguo: es lo que purifica y transforma. Cada uno de nosotros porta un fuego interior, una llama viva de amor que crece en la medida en que la alimentamos.
Este fuego que llevamos dentro es el fuego que primero nos cambia a nosotros mismos, para poder mejorar la vida de los demás. ¿Qué fuego puedes llevar a los demás si no te dejas transformar primero por él?
Mecha humeante
A veces parece que no nos queda nada que llevar. Hemos perdido el fuego del deseo que puede encender otros fuegos, como decía San Alberto Hurtado; a lo sumo encendemos pequeños fuegos para calentarnos y no somos capaces de irradiar calor.
El fuego se apagó porque ya no tenemos una razón por la que arder.
Nuestra cultura está presa de la tentación de la banalidad de lo mismo, del miedo a exponerse. Y así es precisamente, como se permite que nazcan los conflictos. Tomar posición cuesta, pero es la única forma de construir la paz. Claro, quizás no nos pronunciamos porque no tenemos nada que decir, porque el fuego se ha apagado, porque ya no tenemos ni deseos ni ideas. La antorcha que se suponía que encendía otros fuegos se nos ha escapado de las manos:
Fuego que es luz
No debemos permitir que se extinga nuestra llama de vida. El fuego es la luz que debe mantenerse encendida en tiempos de crisis, ese es el momento en que más se necesita la luz, el momento de esperar con las lámparas encendidas, aunque sean pequeñas.
El fuego encendido muestra nuestros verdaderos rostros, muestra dónde estamos, las posiciones que hemos asumido frente a las cosas.
El fuego encendido, distingue, aporta claridad. Es desde ahí, desde la luz, desde la verdad de nuestros rostros que podemos empezar a vivir, a construir de nuevo.
La luz del fuego permite distinguir el trigo de la cizaña. Ayuda a ordenar, a tomar decisiones. La paz comienza con esta claridad.
Y nosotros hoy, ¿qué fuego estamos trayendo al mundo? ¿Quizás mechas humeantes?
¿Es este realmente el fuego que somos capaces de extender sobre la tierra?