Creo que ya lo dijimos en este mismo espacio: el cosmos familiar es una presencia cada vez más habitual en el cine contemporáneo post-pandemia. Quizá debido a la necesidad de reencontrarse con los seres queridos tras ese tiempo de pérdidas; cuarentenas, aislamientos y distancia social... numerosos cineastas han apostado últimamente por resucitar sus recuerdos en torno a la niñez, casi siempre a través de la ficción: Richard Linklater (Apolo 10 ½: Una infancia espacial); Paolo Sorrentino (Fue la mano de Dios); Kenneth Branagh (Belfast); Paul Thomas Anderson (Licorice Pizza); o Steven Spielberg (The Fabelmans, de próximo estreno), por citar algunos.
Alcarràs, la segunda película de Carla Simón tras el éxito de crítica, hace unos años, de su también autobiográfica Verano 1993, entra en estas categorías: memoria, infancia, ámbito familiar.
La directora y guionista, inspirándose en su propia familia y contando con un reparto de actores y actrices no profesionales, ha alumbrado un filme repleto de sutileza, de equilibrios, de amor implícito, de emotividad sin caer en lo sensiblero…
Un retrato de tres generaciones de agricultores que ven peligrar sus tierras; porque el abuelo nunca firmó un papel con la persona que se las cedió para cultivarlas (eran otros tiempos, donde no valían los contratos, sino la palabra de un hombre y las manos que se estrechaban con firmeza para sellar los acuerdos). Y al final del verano los echarán de allí. Es, pues, la última cosecha. Durante la que necesitan apoyarse entre sí.
La mirada como vínculo del amor familiar
Con influencias del neorrealismo de antaño y de la exquisita El árbol de los zuecos, y con la cámara enfocando a menudo las miradas de los niños y adolescentes que observan las actitudes a veces incomprensibles de los adultos; y que al mismo tiempo transmiten amor, devoción o decepciones con sus ojos. Carla Simón exhuma con pulso firme y sensibilidad parte de sus recuerdos de infancia; cuando iba a pasar temporadas al terreno de sus tíos en Alcarràs, donde cultivaban y recogían melocotones.
Su retrato es universal porque nos impulsa a rememorar nuestras propias infancias, en aquellos años donde, a la vera de la casa familiar, se juntaban abuelos, hermanos, primos, tíos y sobrinos.
De hecho, en los primeros minutos de esta película coral es el espectador, fijándose y escuchando los diálogos, quien debe resolver los parentescos con los escasos datos que nos va suministrando la directora.
Durante todo el metraje les veremos, casi siempre unidos, en sus quehaceres cotidianos: la recogida de fruta donde todos echan una mano tras la decisión de contratar a menos temporeros; el rato frente al televisor viendo un western mientras el abuelo se queda dormido en el sofá; los ensayos en el coro de la iglesia; la compra de alimentos frescos en el mercadillo; la caza furtiva de los conejos que les arruinan las cosechas; la diversión en las fiestas del pueblo; las barbacoas en las que se ríe y se discute; los juegos infantiles y también las travesuras; la venta en la cooperativa; las viejas historias de la abuela; los deberes escolares; las canciones tradicionales que les unen aún más…
La discordia pasajera
Pero, como en todo microcosmos, siempre se introduce algún elemento exterior que acaba por sembrar la discordia, corriendo el riesgo de fracturar la piña: el hijo del antiguo propietario les ofrece que trabajen para él en el mantenimiento de las placas solares. Que alguien lo medite supone despertar la ira del padre, Quimet.
Y así, durante un tiempo, una de las ramas familiares se alejará de la casa, para disgusto de los abuelos y, sobre todo, de las niñas, que no entienden por qué no pueden ver a sus primos.
En Alcarràs (rodada en catalán y estrenada con subtítulos en castellano) conviven personajes de muy diversa índole, que permiten la identificación de los espectadores. Salvo, quizá, en el caso de Quimet, el padre que para disgusto de sus parientes siempre anda furioso, abroncando a unos y a otros, lastrado por la impotencia que le supone ver cómo se desvanece su modo de vida…
El espectador católico tendrá que asumir que sus continuas blasfemias sólo son una condición (un rasgo) de un personaje áspero y a ratos detestable, y que el espíritu del filme es lo contrario a esas ofensas orales.
En este tejido tan rico en detalles no falta el lamento por el ocaso de los antiguos sistemas de agricultura, de ese mundo rural en extinción en el que padres e hijos luchan, sufren y trabajan juntos.
El último plano, con la familia numerosa unida, nos devuelve algo de esperanza: no en el sistema, no en los gobiernos, sino en las personas, en esos abuelos y en esas madres que abrazan a los suyos mientras resisten.