Esta semana se ha hablado, y se seguirá hablando en los tiempos venideros, de Isabel II, de su forma de gobernar en épocas difíciles, de su compostura, fuese cual fuese el envite que le planteaba la vida, de la dignidad con que representó al Reino Unido en el exterior.
Es natural que una persona de este calibre nos cause fascinación y que nos interesemos por todo lo que la rodeó. Miles de artículos intentan acercarnos a sus gustos y sus rutinas: desde el color de la laca de uñas que usó durante los últimos treinta años (por si tienes curiosidad, venía definido como el tono ballet slippers, un guiño a la delicadeza de la feminidad en el ballet), a la colonia, el gel de baño, y hasta la marca de las galletas que les daba los perros.
Y yo, desde aquí, desde estas letras que me permite Aleteia, quiero rendirle mi homenaje a la reina Isabel II, esposa. Esposa paciente que entendía a la perfección que, aunque su matrimonio pasase por momentos difíciles, seguía mereciendo la pena. La pena de la soledad, de la incomprensión de los que la rodeaban, o incluso de la humillación que le supuso en algunas ocasiones.
El reconocimiento de lo bello y lo bueno
Se dice que una persona es vulgar cuando no es capaz de apreciar lo bello que la circunda. De la reina Isabel II se podrían decir muchas cosas desde muchos enfoques, y todas confirmarían rotundamente que no tenía nada de vulgar: reconocía lo bello en la importancia de cuidar las formas, en la exquisitez de los detalles, en la grandiosa naturaleza y en lo espectacular del matrimonio.
Al reconocer su valor, sabía y podía ser magnánima con los errores. Errores que no sumaban apenas una mísera calderilla frente al enorme tesoro que significaba el matrimonio para ella.
Esa magnanimidad le permitía darse cuenta de que una persona es mucho más que un error. Ojalá todos imitásemos la magnanimidad de Isabel II, con o sin su barniz de uñas, y aprendiésemos el gran valor que tienen los grandes tesoros de la vida, como es el matrimonio.
Por otra parte, la reina nos ha dejado el ejemplo de la elegancia, la compostura y el saber estar reflejado en la lealtad de su matrimonio. Algo que hoy parece difícil de entender, en los cafés de mujeres se compite como en un concurso a ver quien tiene el marido más egoísta y en el caso de los hombres se quejan tanto que parece que se han casado con las compañeras de promoción de la Señorita Rottenmeier.
Lealtad
Nuestra sociedad pasa por alto la importancia de la lealtad en el matrimonio. Y la reina Isabel II nos ha dado un ejemplo mayúsculo de lealtad, cuidando, manteniendo, lavando los trapos sucios en casa… sin compartirlos con la clase, con el café de madres del cole o en una exclusiva.
En el libro sobre el matrimonio “Cocinar con sobras…, después del sí quiero”, hay un capítulo que se titula “Gran Hermano”, en el que se hace referencia a esa lealtad, tan ausente muchas veces en nuestros días. Vivimos como si fuésemos participantes de un reality show con paredes de cristal: le contamos todo a cualquiera, hablamos de los defectos de nuestro cónyuge sin pudor, con el único objetivo de pasar el rato, etc.
Cuando dices “sí, quiero” en el matrimonio, deberías firmar un acuerdo invisible, pero de vital importancia, en el que te comprometieras a mantener a salvo de personas ajenas los defectos o costumbres de tu cónyuge (su mal humor del lunes por la mañana, su desorden, etc., no le interesan absolutamente a nadie). Y, también, a resolver las dificultades, las diferencias, dentro de vuestras paredes de cemento, con una férrea política interior, al más puro estilo Balmoral.
Así que creo que algún día probaré su laca de uñas ballet slippers, y seguiré soñando con viajar a Escocia mientras aplaudo e intento imitar y contagiar el estilo Balmoral en el matrimonio. God save the Queen! Why not?
Aquí puedes ver 12 imágenes históricas del matrimonio de la reina Isabel II con Felipe de Edimburgo. Haz clic para entrar en la galería: