Siento que sirvo a muchos señores. Hay muchos dueños de mi corazón. Me siento dividido por dentro.
Amo a Dios con toda mi alma. Lo amo de verdad desde que era niño. Lo sigo, lo busco y quiero hacer su voluntad. Pero me cuesta tanto...
De repente hay otros señores a los que hago más caso. Me preocupan más, me interesan más. Quisiera ser más libre de todo lo que no me conduzca a la felicidad plena. Pero no es así. A menudo me dejo llevar y la vida se complica.
Tengo miedo de perder el control. Me lleno de afanes que no son los de Dios. Me inquieto pensando en mí, en mi futuro y no consigo nada. No logro soltar y dejar que Dios actúe.
Jesús me deja esta frase que me impresiona: "Ningún siervo puede servir a dos señores, porque, o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero".
Ponerle cercos a Dios
Quiero ponerle un cerco a Dios. para que no actúe demasiado. Para que no haga lo que yo no quiero y no me quite lo que deseo conservar. Así es mi corazón que sirve a muchos señores. No descansa en Dios confiando.
No se abandona a su voluntad sin oponer resistencia. El otro día escuchaba en mi corazón:
Son muchas cosas las que me provocan ansiedad. Mucho miedo a perder el timón de mi barco y sentir que la corriente y los vientos me llevan por dónde no quiero ir.
Quiero entregárselo todo a Dios porque sé que Él se preocupa de mí como se acerca al desvalido, al pobre.
Viene hacia mí y quiere tomar lo que me duele, me cansa, me pesa. Quiere hacerlo suyo y liberarme de todo.
Dejarlo ser Dios en mi vida
Me da paz hacerlo. Renuncio al control, al dominio, a la seguridad. Me dejo llevar por ese Dios que me empuja y veo cómo mi vida crece en hondura, en verdad. Y al renunciar, al dejar de controlar, el cielo se cubre de estrellas.
Me encanta una historia que vuelve siempre a mi alma: Un monje eremita que vivía en el desierto estaba acostumbrado a renunciar a beber por amor a Dios. Dejaba de beber cada noche y al acostarse veía cómo una estrella se encendía en el cielo. Una estrella lo iluminaba y era como un guiño de Dios. Era como si le dijera que su vida tenía un sentido, un valor inmenso.
Pero ocurrió que "un día un novicio le acompañó en su trabajo diario. El novicio al ver la fuente se llenó de alegría. El monje dudó y pensó entonces en el alma pura del novicio: Si bebía, aquella noche la estrella no se encendería en su cielo: pero si no bebía, tampoco el muchacho se atrevería a hacerlo.
Y, sin dudarlo un segundo, el eremita se inclinó hacia la fuente y bebió. Tras él, el novicio, gozoso, bebía y bebía también. Pero mientras le miraba beber, el anciano monje no pudo impedir que un velo de tristeza cubriera su alma: aquella noche Dios no estaría contento con él y no se encendería su estrella".
Esa noche se acostó con tristeza y tenía miedo de mirar al cielo. Pero cuando lo hizo su alma se llenó de felicidad.
En lugar de una estrella brillaban dos. Y entonces comprendió algo muy sencillo. El Dios que ríe en el cielo desde las estrellas ama la misericordia más que el sacrificio. Se recrea en el corazón que mira compasivo a su hermano y se apiada de su necesidad.