¿Hemos dejado de amar?
Usualmente, en conversaciones serias, decimos que es difícil representar el infierno o decir cómo podría ser. Sin embargo, muchas veces, en el lenguaje común, decimos que una situación es infernal.
Una de las definiciones más profundas y conmovedoras del infierno la encontramos en el Diario de un cura rural de Bernanos: "el infierno, señora, es haber dejado de amar".
Esa novela cuenta la historia de un joven sacerdote que se encuentra en una parroquia donde experimenta una gran hostilidad por parte de los feligreses y se halla en medio de las querellas familiares de los condes locales.
Mientras el joven cura le habla del infierno a la condesa, en realidad está dando rienda suelta al infierno que él mismo vive.
El joven cura es alcohólico por un defecto familiar. Su infierno, lo que lleva dentro, es el profundo aislamiento del mundo, esa imposibilidad de comunicar lo que lleva dentro, la imposibilidad de confesar su necesidad de amar y de ser amado.
Una gran distancia
El infierno se nos presenta como un abismo, una gran distancia. Cavamos esa distancia durante la vida. Somos nosotros mismos los que construimos el infierno de la soledad.
Nos acostumbramos a alimentarnos solo de nosotros mismos. Somos propensos a devorar la vida y guardárnosla.
Todos estamos expuestos a esa voz que continuamente nos insta a pensar ante todo en nosotros mismos: “piensa en ti primero”. Y cada vez más, el poner las necesidades del otro en el mismo lugar de las nuestras es algo inconcebible.
En el lenguaje del Evangelio, la riqueza es lo contrario de dar: si eres rico es que no has dado.
Vestir y comer son nuestras grandes preocupaciones. Preocuparnos por el vestido es preocuparnos por la imagen que tenemos que dar a los demás, es preocuparnos por el juicio que tienen de nosotros.
Por eso, todos los días luchamos por encontrar la máscara adecuada para complacer al mundo, mostrando, pocas veces, nuestro verdadero rostro.
Nos preocupa lo que vamos a comer, porque no confiamos y pensamos que tenemos que ir de cacería para conquistar a nuestras presas.
Nos hemos hecho ricos para satisfacer nuestras propias necesidades.
Esta imagen es contraria a la de Cristo: si el rico se viste, Cristo se despoja de su igualdad con Dios; si el rico se entrega a banquetes fastuosos, Cristo da su cuerpo como alimento.
La preocupación por uno mismo es la que cava lentamente el abismo que nos separa de los demás y de Dios.
¿Carencia o apegos?
Nos construimos un infierno durante nuestra vida cuando nos encerramos en nuestras torres de marfil y nos aferramos a nuestras seguridades, a nuestros roles; cuando nos defendemos detrás de esa imagen que se convierte para nosotros en una jaula.
Al final somos ricos, pero a la vez extremandamente carentes.
La vida siempre nos ofrece generosamente la oportunidad de ver dónde estamos.
Ver es el verbo de la responsabilidad porque nos permite re-decidir nuestra vida. ¿Cómo estoy tratando de darle sentido a mi vida? ¿Estoy tomando y sosteniendo solo para mí o todavía tengo el coraje de pedir?
La Palabra de Dios nos sacude y nos distrae de esa preocupación diaria de buscar la ropa adecuada o de encerrarnos solos en los depósitos de lo que consideramos valioso e importante.