Canción de cuna es algo más que un libro, es un canto a la vida, a la poesía, al amor. El amor de la madre, el que ilumina el alma con el derroche de atención cuidadosa a lo cotidiano, el que se retuerce ante el sufrimiento y, certifica, con la entrega, la búsqueda de una alegría interior que pueda derrotar un cierto desabrigo.
Eso es Canción de cuna, el último libro de Jesús Montiel. Para él, la poesía no es un modo de anestesiar el sufrimiento, ni de adormecernos con sus nanas mirando hacia las menudencias, inútiles pero bellas. Es más bien la forma, la única forma, de revertir la vida en luz, de aliviar la pena más umbría. No es una pócima mágica, sino el arte verdadero de mirar el mundo sin esconder el crepúsculo, sin maquillar el mal o la muerte, sin ocultar que lo peor es siempre epifanía de lo mejor. Una nana que en la cuna serena el llanto del niño, una manera de cantar, la única, que la vida y el amor vencen al mal y al daño.
"El poema, la pieza musical o la pintura que sabe darle la mano a quien está sufriendo y no puede más. La poesía es la mano que se posa en la frente con fiebre. No elimina el dolor, pero lo alivia".
Para Jesús, en este libro que nace de las entrañas de la cruz, el sufrimiento existe, no solo cruza nuestra existencia entera, sino que la atraviesa sajando a corazón abierto la herida que anuncia la desdicha, o la desdicha que dejará el poso en la herida. Nunca se irá, nunca el vacío ni el silencio podrá calmar la voz del sufriente.
El sabe bien de lo que habla. Sabe con quiénes está, a qué mundo pertenece: el de los sufrientes que son los bienaventurados.
“La luna llena clarea el cielo nocturno. Acodado en la ventana del baño, sé que no estoy solo: soy parte de una comunidad sonámbula, la de los rotos. Esta vecina está mirándola también. Como la amiga de la que he hablado. Como mi madre.”
Sin embargo, todo lo cotidiano se transforma en el albor de una vida nueva como única condición para borrar la angustia, caminando con ella pero sin darle poder. “No existe una sola noche en la historia humana en la que alguien no haya sentido disminuir la tragedia viendo el cielo estrellado, igual que el niño deja de llorar, en la cuna, al mirar el movimiento de un carrusel.”
La manera en que una madre convierte el ofrecimiento del agua en un agua más clara, su forma de colocar los platos, o de atender una llamada, o de retirar la cafetera de la vitrocerámica y servir el café, son los pequeños signos de un amor transferido a los ojos de un hombre asustado que la mira queriendo decirle “hace tantos años que vivo cayéndome de tus brazos”…
Canción de cuna es la nostalgia del amor materno, del amor y del Amor, del rostro misterioso que acoja nuestro llanto, de una vida que no sucumba al infierno del mal, sino que lo traspase, del niño capaz de sostener a una madre cantándole una nana para enjugar sus lágrimas, de construir un nido de nuevo -con ella y con todo lo que el amor construye a cada instante-, aunque para ello necesite de lo que está sin vida: “excrementos, el hueco de un tronco podrido, hojas secas o barro.” Perfecta metáfora de cómo el camino se abre paso una y otra vez. “Siempre que veo un nido entre las ramas de un árbol pienso en mi madre.”
¿Cómo puede brillar la oscuridad?
“Mi madre siempre ha estado ahí, como las frases que no se subrayan, esas que no brillan ni llaman la atención del lector pero que son esenciales, sin las que el libro se caería; igual que una raíz o los pilares de un edificio.”.
Qué pocas veces entramos a fondo, como hijos, en la vida de la madre, qué pocas veces se ha confrontado la mirada del hijo con la madre-mujer que sufre y llora su desventura. Con qué profundidad y ternura es capaz Jesús Montiel de entrar en su madre y, con ella, en todas las madres, en toda mujer. Un poeta que pide perdón por no haberse dado cuenta de que existía, por no haber reconocido “la claridad de todo lo que no vive para sí mismo”. Eso es su madre y eso es la poesía, una claridad que no vive para sí misma, que acompaña al que sufre no para eliminar el dolor, sino para apaciguarlo, para acompasar los latidos, furiosos o no, con el suave murmullo de lo cotidiano, con el dulce milagro del cuidado, del que ama retando así a la muerte.
¿Significa eso que el dolor deje de doler? ¿Acaso el poeta le gana la batalla al sufrimiento, al mal? No, solo canta que el mal no tendrá la última palabra, que el dolor reverdece si podemos mirar más adentro de nosotros. Porque “el dolor está al principio de todos los nacimientos”, cada nacimiento tiene su origen en el dolor, pero todo dolor presagia nacimiento, amor, vida nueva.
Pena de amor o amor que renace de la pena, de la pesadilla a la luz, del hedor del mal al aroma de una madre preparando la cafetera o colocando el mantel. Todo, absolutamente todo en el libro, nos dice que existe redención. La poesía, como también la fe, es mirar el mundo con los ojos del niño: llenos de asombro y gratitud, aquello que el adulto, cuando no puede o siente que su corazón es viejo para mirar y agradecer, convierte en oración.
Jesús Montiel es un poeta, un niño de corazón maternal que puede observar a sus polluelos con el mismo asombro que rezuma al mirar a su madre, o a unas flores, o al nido de un pájaro. Todo en él es Poesía, con mayúsculas, la única que nos permite vivir con la tragedia al lado, pero sin que nos gane el paso.