Hay días de gracias, días de bendiciones. Días en los que el cielo se abre y derrama su amor.
Hay momentos que marcan la vida, los propios pasos. Decisiones tomadas en el corazón de Dios.
Hay silencios más elocuentes que mil palabras. Como el sí de María pronunciado en la gruta en la que el Ángel vino a comunicarle el más íntimo deseo de Dios.
O cuando en la vida un día tomas la decisión más importante. O empiezas un camino callado, meditabundo, consciente del peso de lo que estás haciendo.
Un sí que lo cambia todo
Hay horas que marcan todas las siguientes. Cuando una persona da a Dios un sí pequeño y grande al mismo tiempo.
Un sí seguro y dubitativo, audaz y lleno de miedo. Un sí capaz de cambiar el rumbo de los acontecimientos.
Porque en el sí de cada uno se esconde la semilla del árbol más grande. En la fe que ve más allá del horizonte visible. Detrás de las nubes donde se esconden el sol, la luna y las estrellas.
El sí más solemne y el más sencillo. La hora en la que todo cambia cuando uno mismo cambia y mira la vida de forma diferente.
Pasado el tiempo...
El primer sí se vuelve a renovar tiempo después con el convencimiento de que no depende tanto de la propia fidelidad como de la de María, de la de Dios.
Ellos no fallan, no se esconden, no se callan.
Y al pronunciar el sí de nuevo se carga el corazón de esperanza. No todo será un desastre. La vida es mucho más que lo que ahora veo y presiento.
Y el futuro comienza en esta hora temprana en la que se vuelve a decir que sí como si de una aventura mágica se tratara.
Sin miedo
Somos tan pequeños. La misión es tan grande. Los peligros tan inmensos... Pero la alianza nos hace creer que todo es posible.
Que podrán ocurrir cosas terribles. Y apremiarme peligros inminentes e incontrolables. Y en medio de mil tempestades María nos dirá al oído:
No tengas miedo, hijo mío, yo estoy contigo
Y esa promesa basta para salir adelante, para no naufragar, para no perderse.
No intentemos en vano controlar nuestra vida. Ofrezcámosla a Dios como un niño pequeño que confía en su Padre, en su Madre.
María nos mira conmovida al ver nuestros miedos, al ver nuestros deseos más íntimos, al ver nuestras angustias y soledades. Y nos abraza con fuerza.