—No acabo de entender por qué amar a los padres es un mandamiento de Dios, cuando humanamente puede resultar de lo más difícil, y, en ciertos casos, hasta imposible —se expresaba en consultorio un joven señor con severa expresión de tristeza.
—¿Los frecuenta usted? —pregunté con tacto.
—No, pues no nos manifestamos amor, y eso me duele.
—Sin embargo, la suya no deja de ser la historia de una deuda de justicia, que siempre es posible reparar con amor —le contesté con convicción.
—¡Vaya! Pues eso me lo tendrá que explicar con bolitas y palitos, sobre todo con lo mal que me siento, ahora que he tomado la decisión de alejarme definitivamente.
—Bien, entonces le pregunto: ¿el amor que tiene a sus hijos es lo que realmente lo convierte en el padre de ellos?
—Claro que no, soy su padre porque, ante todo, los he engendrado, y… porque los he engendrado, es que los amo.
—Bien, está usted diciendo que la generación padre-hijo es lo que establece un vínculo inalterable, que da lugar a un amor igualmente inalterable.
—Sí, así es.
—¿Qué pensaría entonces de alguien que abandonara a sus hijos, con el solo argumento de que no siente amor por ellos?
—Que está mal, pues, ante todo, es padre, y tiene por eso el deber de velar por ellos con la actitud de amarlos, que su proceder es antinatural.
—Y ¿qué pensaría de unos hijos, que desconocieran a sus padres, argumentando el mismo motivo?
—Que, en ambos ejemplos, padres e hijos, estarían mal.
—Está usted diciendo, que existe una ley natural en la relación entre padres e hijos, de la que emana un deber de justicia, que indudablemente sus padres cumplieron, sobre todo, en su etapa más vulnerable, es decir, cuando en su infancia, lo vistieron, alimentaron y cuidaron en las enfermedades.
En este cumplimiento se encontraba y se encuentra implícita una forma de amar de sus progenitores, que debe reconocer y, ante todo, agradecer luchando contra sus resentimientos.
—De acuerdo, solo que tales resentimientos se deben a que el alimento afectivo y psicológico, que mucho necesité, no me lo dieron. Y si le estoy entendiendo bien, aun así, debo considerar un deber de justicia para con ellos.
—Así es, un deber de velar por ellos y también de darles el amor que no recibió, sin esperar nada a cambio, pues de lo contrario, las expectativas frustradas volverían a abrir un nuevo ciclo de dolor.
—Lo de velar por ellos, de hecho, lo hago a distancia, pero lo de pagar una deuda de amor a cambio de nada, no logro entenderlo.
El amor familiar rebasa lo que alguien merecería
—Pasa que, en el amor familiar, la caridad siempre rebasa a la simple justicia, pues es una forma de amar en la que no existe medida para dar y acoger, para comprender y para perdonar. Lo puede ver con toda claridad en la vivencia de su propio amor por sus hijos.
—Sí... eso es verdad.
—Es por eso que Dios nos pide amar a nuestros padres, dejando todos los errores del pasado, tanto de ellos, como de usted, en manos de su misericordia. Igualmente, que pongamos el futuro de nuestra relación padre e hijos, en su Providencia divina.
Solo así abriremos la puerta al perdón y la reconciliación, y solo así cumpliremos con su mandamiento de amarlos.
Mi consultante se retiró con mucha paz, decidido a retomar la relación con sus padres junto con su esposa e hijos.
Por Orfa Astorga de Lira
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