En 1517, Martín Lutero iniciaba uno de los cismas más importantes de la Iglesia Católica. Su reforma protestante cambió muchas cosas, entre ellas la forma de vivir de los hombres y mujeres que habían tomado los hábitos y vivían congregados en conventos y monasterios.
En Alemania, en pocos años, muchas ciudades se unieron oficialmente a la reforma luterana y tomaron medidas para exclaustrar a los religiosos y disolver sus comunidades. En Nuremberg, en 1525, el gobierno de la ciudad, declarada oficialmente protestante, decretó la prohibición de celebrar misas católicas y el cierre de los conventos y monasterios. En uno de ellos, el convento de Santa Clara, vivían unas sesenta religiosas que, amparadas por la valentía de su madre abadesa, consiguieron, no sin dificultad, continuar viviendo en él.
La madre abadesa se llamaba Barbara Pirckheimer y había nacido el 21 de marzo de 1467 en Baviera. Era la hija mayor de doce hermanos, de los que solamente sobrevivieron tres hijas y un hijo. Mientras este, Willibald, se convirtió en un distinguido humanista, ellas abrazarían la vida religiosa.
Barbara entró en contacto con el convento de Santa Clara de Nuremberg cuando tenía doce años. La familia se había trasladado a esta ciudad alemana cuando su padre fue contratado como asesor legal del gobierno local. El centro religioso era conocido por su reputada escuela en la que las niñas aprendían latín además de otras disciplinas. Su biblioteca, sus tierras y propiedades hacían del convento de Santa Clara de Nuremberg un centro de cultura y de producción agrícola muy importante.
Barbara tomó los votos alrededor de 1483 y asumió el nombre de Caritas. En 1503 fue elegida abadesa. Caritas había recibido una amplia cultura, conocía a los padres de la Iglesia, moralistas y teólogos; apoyada por su propio hermano, quien había guiado su educación en la infancia, hizo de Santa Clara un importante centro intelectual y de su figura como abadesa uno de los más respetados de Nuremberg.
Caritas mantuvo correspondencia con personalidades del momento, como el humanista alemán Conrad Celtis:
"Notable maestro, doctor y erudito en filosofía, recibí con deber respeto y el mayor agradecimiento una vez más un librito dedicado por Vuestra Excelencia a mí, mujer insignificante, junto con vuestra dulcísima carta, que me agradó sobremanera. Pero como yo, pobre, nunca puedo devolver tan grande don, invoco a Aquel de quien se da lo mejor y de quien procede todo don perfecto, para que Él en su acostumbrada clemencia me sustituya con respecto a vuestra bondad, iluminadora e inflamada. Vuestra mente ardiente con el esplendor y amor de la verdadera sabiduría que desciende aquí abajo del Padre de Toda Luz, para que no solo las cosas visibles y terrenales empiecen a ser conocidas por vosotros, sino también las cosas invisibles y eternas, según el grito del Apóstol que dice: "Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra". Ciertamente, no puedo dejar de confesar que aunque la descripción y el elogio a mi patria terrena, que está contenida en este librito, me agrada mucho, cuánto más atrayente y dulce sería para mí la descripción y glorificación de la patria celestial Jerusalén, aquella superior de lo alto, de la cual nosotros en este valle de lágrimas, la miseria y la ignorancia están exiliadas, y hacia las cuales debemos esforzarnos con todas nuestras fuerzas. […] Os pido con la mayor urgencia con mi espíritu que no abandonéis la filosofía mundana, sino que la cambiéis por algo mejor, es decir, que os volváis de los escritos de los paganos a las páginas sagradas, de las cosas terrenas a las celestiales, de las criaturas al Creador. Después de todo, ¿de qué sirve a todas las criaturas, si el Creador nos descuida? Esto podría suceder fácilmente, si preferimos las criaturas al Fundador, que nunca sea así. Así, aunque no se debe culpar a la ciencia ni a ningún conocimiento de una cosa, que es bueno, especialmente si es contemplado y ordenado por Dios, siempre se debe preferir la teología mística y una vida buena y virtuosa. Porque la razón humana es débil y puede errar, mientras que la fe es verdadera y saludable".
La llegada del protestantismo desbarató la vida tranquila de oración y enseñanza en la que vivían las religiosas clarisas. En la primavera de 1525, Caritas recibió una notificación oficial en la que se exigía que la abadesa liberara a todas las hermanas de sus votos.
De no ser así, sus familiares podían entrar en el convento y sacarlas a la fuerza. También se exigía que, mientras vivieran en el convento, debían abandonar el hábito y vestir ropas seglares, tenían que hacer un inventario exhaustivo de sus posesiones y no podían escuchar misas católicas ni recibir ningún sacramento católico. Además, se las obligaba a construir una ventana para que los familiares pudieran tener contacto directo con las religiosas.
El gobierno le daba a Caritas cuatro semanas para disolver la vida conventual. Mientras la abadesa permanecía firme en sus convicciones, ella no tenía el poder de liberar a las monjas de sus votos, eso solo lo podía hacer Dios, y no estaba dispuesta a abandonar su hogar, el pueblo de Nuremberg empezó a acosar a las religiosas tirando piedras al edificio, lanzando improperios y amenazando con quemar el convento.
La madre abadesa aceptó construir la ventana y no pudo evitar que las familias de las religiosas entraran en el convento. Pero no se lo puso fácil. Ella misma dejó por escrito el dramático testimonio de la lucha entre tres hermanas y sus familiares, dispuestos a sacarlas del convento fuera como fuera.
"Todavía esperaban que a pesar de que el encuentro se había organizado, se salvarían, ya que nadie usaría tal violencia contra su voluntad. Pero cuando las llamé y les dije que sus madres se las querían llevar en esa misma hora, las tres cayeron al suelo gritando, llorando y exhibiendo un comportamiento tan triste, que Dios en el cielo debió conmoverse". A pesar de la negativa de las tres mujeres, sus familiares entraron por la fuerza en el convento mientras el pueblo permanecía fuera atemorizando a las mujeres del centro religioso. Caritas insistía en que, si los luteranos defendían la libertad de los cristianos, no podían obligar a nadie a tomar una decisión como esa.
"Con muchas lágrimas les quitamos los velos y los cinturones y las faldas blancas y les pusimos camisas y cinturones mundanos y tocados – continuaba relatando -. Con algunas hermanas del consejo las conduje a la capilla. Allí esperamos casi una hora entera hasta que las feroces lobas llegaron cabalgando en dos carrozas. Mientras tanto, la noticia se había extendido a toda la gente común afuera. Se juntaron en gran número, como cuando una pobre alma es conducida a su ejecución. Toda la calle y el cementerio estaban tan llenos que las mujeres en sus carruajes apenas podían entrar al patio. Luego se avergonzaron de que hubiera tanta gente presente. Habrían preferido que les hubiésemos dejado entrar por la puerta trasera del jardín. Luego me enviaron a los dos señores, Sebald Pfinzing y Andreas Imhof, quienes habían sido designados por el Ayuntamiento como testigos, como yo había solicitado. No quería usar la puerta trasera, porque no quería ser reservada en este asunto. Les dije que si estaban haciendo lo correcto no tendrían por qué avergonzarse. No quería liberarlas de ningún lugar excepto donde las había recibido por primera vez. Eso fue a través de la capilla. Y así, a las 11 de la mañana, los feroces lobos, tanto machos como hembras, se acercaron a mis preciosos corderos, entraron en la iglesia, expulsaron a toda la gente y cerraron la puerta. Lamentablemente tuve que abrir la puerta del convento en la capilla. Querían que fuera a la iglesia con las niñas. Yo no quería hacer esto. […] Las madres entonces pidieron a los hombres que terminaran de una vez, porque la multitud se estaba acercando. Tenían miedo de que hubiera un motín. […] Las niñas me abrazaron, lloraron en voz alta y me rogaron que no las dejara ir. Pero lamentablemente no pude ayudarlas. Me retiré con las otras hermanas y dejé a las pobres niñas solas en la capilla. Cerré la puerta desde la capilla al atrio de la iglesia para que nadie pudiera entrar en el convento."
Caritas Pirckheimer tuvo que dejar marchar a las tres mujeres, pero el convento resistió durante meses. Hasta allí se acercó el teólogo Felipe Melanchthon quien, a instancias del hermano de Caritas, había acudido a Nuremberg para intentar encontrar una solución.
Melanchthon criticó duramente los hechos sucedidos, la violencia empleada para sacar a las tres religiosas del convento, pero continuó defendiendo la necesidad de disolver todas las órdenes monásticas. La abadesa consiguió que el convento continuara funcionando, pero no podrían ingresar nuevas religiosas ni celebrar misas católicas. Solamente una religiosa abandonó Santa Clara por propia voluntad, el resto permaneció fiel a la doctrina católica.
El 19 de agosto de 1532, la madre abadesa Caritas Pirckheimer fallecía en su amado convento de Santa Clara por el que tanto había luchado. Este sobrevivió hasta 1590 cuando, tras la muerte de la última religiosa, fue disuelto.