Cuando nos casamos, mi esposa y yo consideramos postergar el nacimiento del primer hijo, considerando que sería parte de una inteligente planeación, para tener más tiempo de ahorrar y disfrutar, haciendo esto y lo otro.
Otros matrimonios jóvenes amigos pensaban igual, y lo comentábamos en nuestras reuniones, dándonos tono de pensamiento maduro, y adecuado a los nuevos tiempos.
Lo que sucedió, fue que mi esposa y yo, sin saberlo, nos convertimos en cómplices de algo que impidió que rebasáramos el tú y el yo, de nuestra relación, por lo que no logramos alcanzar la tercera dimensión del amor, en un “nosotros”, producto de la unión de nuestro ser. Tenía que ser así, pues al adoptar esa pragmática postura, como pareja, pronto cada quien se encerró en su personal egoísmo.
Y comenzamos a generar conflictos con lo que cada quien aportaba, como si el matrimonio se tratara de una sociedad mercantil, en la que éramos celosos accionistas que se veían solo a través del mutuo beneficio.
Por supuesto que eso impedía que nos viéramos el uno al otro como un bien en sí mismo, y que nuestro amor conyugal no creciera y se proyectara hacia los demás. No era necesario que alguien nos lo dijera, lo sabíamos desde que sentimos un vacío en el corazón, que no quisimos reconocer.
En vez de un hijo...
Así las cosas, no veíamos motivos para traer un hijo al mundo, y lo que hicimos fue adoptar un cachorro de perro, al que mimábamos en exceso, como un desfogue de nuestra necesidad de dar cariño, aunque fuera a algo, y no a alguien.
Y llegó el momento en que consideramos el separarnos, sin decirnos que realmente no lo deseábamos.
Luego sucedió que mi esposa, contra toda previsión, quedó embarazada. Eso nos desconcertó mucho, considerando que nuestra intimidad realmente no era ni unitiva ni había estado abierta a la vida. Pero sucedió.
Nuestro hijo nació, y realmente traía una torta bajo el brazo, pues logró que mi esposa y yo escapáramos a ese maligno círculo de nuestro egoísmo, al centrar nuestra atención y emociones en su dulce presencia, de mil modos.
Ilusionados, ya no hablamos de lo tuyo y lo mío, sino de pañales, leche, juguetes, y de los rasgos y características de nuestro hijo, al que veíamos como la concreción de un amor conyugal del que llegamos a dudar.
Un descubrimiento como verdadero matrimonio
Fue así como nos pudimos ver con un amor en el que podíamos serlo todo, el uno para el otro.
La presencia real de nuestro hijo lo confirmaba.
Y comenzamos a participar a los demás de nuestra alegría, pues nuestro amor se había librado de su encierro, para volverse difusivo.
Mi esposa y yo habíamos estado equivocados. Un hijo es un don y no un derecho, por lo que no viene al mundo solo por cálculos, sino como un regalo de Dios, que a los padres solo nos corresponde aceptar y agradecer.
Nuestro hijo se convirtió en nuestro mayor bien, pues la fecundidad no se redujo a la procreación, sino que nos comprometió en un amor incondicional, y en la educación de una persona única e irrepetible, lo que nos exigió virtudes que nos han hecho mejores personas, y que de otra forma no habríamos logrado.
Por ello, con paternidad responsable estaremos abiertos a la vida, pues ahora tenemos mayor capacidad de amar y ser felices.
Cuando a un hijo se le desea y se le acepta como un don, en el sublime misterio del amor, da muchísimo, porque es fuente de comunión y unión entre los padres.
Por Orfa Astorga de Lira
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