Dicen que detrás de un gran hombre hay siempre una gran mujer. En el caso de JRR Tolkien, además de su esposa, tuvo en su madre un pilar fundamental. A pesar de que sufrió su trágica desaparición demasiado pronto, la figura de Mabel Tolkien dejaría una huella imborrable en su hijo.
Se llamaba Mabel Suffield y había nacido en enero de 1870, en el seno de una familia protestante de Birmingham. Mabel era una mujer muy bien formada, que sabía varios idiomas, entre ellos el francés, el latín y el alemán, y tocaba el piano con gran sutileza.
Cuando Mabel era una joven de dieciocho años, se enamoró de Arthur Tolkien, un empleado de banca trece años mayor que ella. El padre de la joven vio con recelo aquella relación e intentó frenarla obligando a su hija a esperar a tener veintiún años para tomar una decisión.
En aquellos años, el amor entre la pareja no desapareció. En aquella época, Arthur, que trabajaba para el Lloyds Bank de Birmingham recibió una oferta de trabajo de un lugar muy lejano, Sur África. Arthur no pudo dejar pasar la oportunidad y se marchó a Ciudad del Cabo para trabajar para el African Bank. Cuando Mabel alcanzó la edad impuesta por su padre, viajó hasta el continente africano para reencontrarse con su prometido. Mabel y Arthur se casaron el 16 de abril de 1891 en la catedral de Ciudad del Cabo.
A pesar de que la joven había decidido casarse con Arthur y era feliz por ello, nunca se adaptó del todo bien a la vida en Bloemfontein, ciudad en la que se habían instalado. Allí nació el primogénito de la pareja, John Ronald Reuel Tolkien, el 3 de enero de 1892.
A principios de 1894 nacía su segundo hijo, Hilary Arthur Reuel. Antes de que terminara el año, Mabel tomó la decisión de tomarse un respiro y regresar a Inglaterra. Parece ser que el pequeño John sufrió a causa del caluroso clima de la zona que hizo mella en su frágil salud.
Arthur permaneció en Sur África con la promesa de reencontrarse con su familia en cuando pudiera. Cuando Mabel y los niños se despidieron de él no se imaginaban que nunca más volverían a verlo. Antes de que Arthur pudiera preparar su marcha a Inglaterra, falleció de manera repentina. John tenía entonces cuatro años.
Viuda y con dos hijos a su cargo, la vida de Mabel en aquella época fue muy dura. Tras pasar un tiempo en casa de sus padres, estuvo buscando un hogar para los tres. Fueron varios los destinos, hasta que terminó instalándose en una casa que había alquilado en Sharehole Mill, en Birmingham. Mabel se volcó en sus hijos, a los que formó en casa hasta que fueron a la escuela. En aquella época, los cuentos de hadas se convirtieron en indispensables. Historias que Mabel contaba con gran cariño a sus hijos, transmitiendo el amor hacia las historias fantásticas que tanto marcarían la futura producción literaria de su hijo John.
En 1900, Mabel Tolkien se convirtió al catolicismo. Una decisión tomada con gran determinación y a pesar de las consecuencias. En aquel tiempo, desde la muerte de su marido, la familia Tolkien y los Suffield la habían apoyado y ayudado económicamente para que pudiera sacar adelante a sus hijos. La noticia de su conversión no sentó nada bien a los suyos. Le dieron la espalda y dejaron de darle el dinero que necesitaba. A pesar de las dificultades, Mabel no se arrepintió de su decisión, inculcando a sus hijos la misma fe que había cambiado su vida y que marcaría igualmente la de sus hijos.
Instalados en una nueva casa en la misma ciudad de Birmingham, junto a una escuela católica, Mabel conoció al padre Francis Morgan. Este sacerdote se convirtió en un verdadero ángel de la guarda para ella y sus hijos.
Cuando parecía que Mabel había encontrado la paz, era feliz con sus hijos y la fe católica la había reconfortado, un ataque de diabetes la llevó al hospital. El 14 de noviembre de 1904, Mabel Tolkien fallecía. Tenía apenas treinta y cuatro años y dejaba a dos niños desconsolados. El padre Francis dio a Mabel una sepultura digna de aquella mujer luchadora en el cementerio de Bromsgrove donde mandó colocar una hermosa cruz sobre su tumba. Como le había prometido a Mabel, se hizo cargo de sus hijos.
Mabel Tolkien dejó una huella imborrable en JRR Tolkien. El pequeño lloró la muerte de su madre, a la que nunca olvidó. Tampoco sus enseñanzas, su amor por los cuentos de hadas y su inquebrantable fe católica que él mismo defendería toda su vida y tanto influiría en su obra.