Cuando en la década de 1820 México se independizaba de España lo hacía conformando una monarquía. Fue el militar Agustín de Iturbide quien se erigió como emperador del Primer Imperio Mexicano. A su lado, una mujer de la que se había enamorado en su juventud; una mujer a la que traicionó y que, sin embargo, le fue fiel hasta el final.
Ana María Huarte era una noble criolla que había nacido el 17 de enero de 1786 en la localidad de Valladolid, actual Morelia, en Michoacán. Hija del intendente de la ciudad, un rico empresario español llamado Isidro Huarte, y su esposa, la dama criolla Ana Manuela Muñiz, Ana María recibió una educación digna de su rango.
Como alumna del Colegio Rosa María de Valladolid, fue una buena estudiante, destacando su dominio del clavicordio, un amor por la música que conservaría toda su vida.
Siendo una joven de diecinueve años, Ana María conoció a Agustín de Iturbide, entonces alférez del Regimiento de Infantería Provincial de Valladolid. El suyo fue un amor a primera vista, por lo que la joven pareja se embarcó con gran ilusión en un proyecto de vida juntos. El 27 de febrero de 1805, la catedral de la ciudad de Valladolid se convirtió en el escenario de su boda.
Madre y emperatriz
Pronto el idilio se convirtió en alejamiento entre ambos. Las constantes campañas militares del prometedor alférez, lo alejaron de su esposa, ausentándose de su lado durante largas temporadas. Ana María asumió su papel con resignación, consolándose con la extensa correspondencia y con los escasos momentos en los que se reencontraba con Agustín.
Con la llegada progresiva de sus hijos, llegaron a tener diez, Ana María se volcó en su educación y cuidado. Tres de sus hijas tomaron los hábitos mientras que Josefa terminó siendo gran amiga y confidente de la emperatriz Carlota de México, de quien fue su dama de compañía.
En el verano de 1822, los constantes conflictos con España y el deseo de los mexicanos de alcanzar la independencia se materializó, teniendo a Iturbide como su principal adalid. En julio, en la catedral de Ciudad de México, Agustín y su esposa eran coronados emperadores.
Instalados en el palacio de los marqueses de San Mateo de Valparaíso, la pareja imperial y los hijos que ya habían nacido parecían abanderar un nuevo y esperanzador futuro para su reino. Pero ni su relación personal ni el proyecto imperial llegarían a ser duraderos.
El flamante nuevo emperador hacía tiempo que hacía honor a la fama de mujeriego que tenía y llegó a tener una amante, la "Güera Rodríguez", conocida por todos. Su esposa, tuvo que soportar el dolor de ver a su marido alejarse de su lado, mientras ella seguía ejerciendo su papel con gran dignidad.
Exilio y abandono
El 19 de marzo de 1823, sin que su reinado hubiera alcanzado un año de vida, el Primer Imperio se desmoronaba como un castillo de naipes. Ana María no abandonó a su marido, al que acompañó en un largo exilio, junto con sus hijos, que los llevó a Italia y Londres.
Convencido de que los suyos lo volverían a erigir emperador, Agustín decidió regresar a México. Poco después de poner pie en tierra, fue detenido y sin juicio previo, fue fusilado. Ana María, embarazada de su último hijo, se encargó de su cuerpo, que mandó vestir con el hábito de San Francisco y le dio cristiana sepultura.
Con un destino incierto por delante, puso rumbo a los Estados Unidos donde terminó instalándose en Filadelfia. Allí estableció estrechos vínculos con el convento de la Visitación en el que profesaría su hija Juana. Las religiosas dieron consuelo a su alma. Ella, como agradecimiento, donó el traje que había usado para la coronación. Con los ricos tejidos se hicieron distintas piezas para la liturgia.
El 21 de marzo de 1861, fallecía en su residencia, olvidada por los que una vez la elevaron a la más alta distinción de emperatriz. Su cuerpo fue enterrado en el cementerio de la Iglesia de San Juan Evangelista de Filadelfia, bajo una sencilla cruz en la que se inscribieron sus iniciales, AMH.