En la carrera de la vida, las lógicas del mundo parecen triunfar. Muchas veces ganan los violentos, los arrogantes, los arribistas, los que construyen su éxito sobre el desprecio y la infelicidad de los demás.
En cambio, los que afrontan la vida con humildad, tratando de evitar el mal, los que son generosos, los que no buscan hacer daño a los demás, a veces acaban sucumbiendo.
Parece que este mundo es prisionero de una lógica perversa e inexplicable.
Ante esta lucha, nuestra mirada muchas veces se encoge. Nos ponemos tristes, nos abatimos. Nuestros ojos se vuelven prisioneros de la tierra y transformamos la vida en un lamento que no puede ver más allá.
1Mirar hacia arriba
Cuando estar en la tierra, en lo terreno nos desanima, no nos podemos olvidar de mirar hacia arriba para darnos cuenta de que el Señor no nos abandona. Él continúa acompañando nuestra historia y la de la humanidad.
Estamos invitados a encontrar una manera de experimentar la presencia de Dios en medio de nosotros. Una buena forma es alzar la mirada y ver por encima de lo que acontece.
Hacer de nuestra vida una liturgia, una presencia, un recordatorio consciente de que las cosas no dependen de nosotros, que Otro nos mira y nos conduce.
2Las palabras de las que nos alimentamos
Las palabras de las que nos alimentamos cambian nuestras vidas. A menudo volvemos sobre pensamientos y escenarios falsos y deprimentes.
Así como constantemente se nos invita al positivismo y a creer que todo es posible, para los cristianos el recuerdo de ser amados por Dios es la palabra de la que nos alimentamos.
Sabemos que no siempre es fácil sentir este amor, a veces nos encontramos abandonados y solos. Precisamente por eso es necesario volver continuamente a escuchar estas palabras a través de la Sagrada Escritura, de las personas y de la realidad que nos rodea.
3Nuestro compañero
Nos perdemos solos, esto lo olvidamos fácilmente.
Así como el Padre cumplió la promesa de enviar al Hijo, también nos envía al Espíritu.
Esta presencia nos hace testigos (cf. Lc 24,48). No seríamos capaces de proclamar el amor en este mundo de dolor si no estuviéramos sostenidos por la acción del Espíritu. Es la tarea que Jesús encomienda a sus discípulos (cf. Hch 1,8).
¿De qué somos testigos? Pero sobre todo, ¿cómo podemos testificar? La Iglesia nació plural. Es una comunidad que da testimonio.
Estamos llamados a hacer esto ante todo a través de las relaciones que vivimos entre nosotros.
No podemos dar testimonio de un Dios que es comunión si la división ruge entre nosotros; no podemos dar testimonio de un Dios que es perdón si el rencor y la intolerancia tienen juego fácil entre nosotros; no podemos dar testimonio de la pequeñez de Dios si nos devoramos unos a otros hasta conquistar migajas de poder.
Por la presencia de Jesús y de su Espíritu, nuestra vida se transforma y, a pesar de las dificultades, las tristezas, las persecuciones y las acusaciones, se convierte en liturgia permanente de alabanza y agradecimiento.