Antes de 1965 y de la promulgación de la declaración conciliar Nostra Ætate ("Nuestra era", NA), ningún concilio había pensado teológicamente en la relación entre la Iglesia e Israel entendido como el pueblo judío elegido por Dios.
Así dice el Concilio Vaticano II, comentando a san Pablo (Rm 11, 28):
"Los Judíos son todavía muy amados de Dios a causa de sus padres, porque Dios no se arrepiente de sus dones y de su vocación. La Iglesia, juntamente con los Profetas y el mismo Apóstol espera el día, que sólo Dios conoce, en que todos los pueblos invocarán al Señor con una sola voz y "le servirán como un solo hombre".
Sin embargo, lo que muchos han descrito como un punto de inflexión no deja de tener raíces más lejanas.
Las menciona el último libro del historiador Philippe Chenaux, profesor de la Universidad Lateranense de Roma. En el prólogo de su obra El fin del antijudaísmo cristiano explica:
"Esta evolución de la posición de la Iglesia no habría sido posible sin el valiente compromiso de hombres y mujeres […] en favor de la defensa de los hermanos mayores".
¿Quiénes son estos pioneros, a menudo poco conocidos hoy?
Las fuentes judías del Nuevo Testamento
El padre Libermann (1802-1852), fundador de los Misioneros Espiritanos, es el primer y más conocido converso del judaísmo al catolicismo.
La posteridad ha conservado también los nombres de los hermanos Ratisbonne -Théodore (1802-1884) y Alphonse (1814-1884)-, que se convirtieron en sacerdotes y fundaron la congregación de Nuestra Señora de Sión con la preocupación de volverse hacia sus hermanos judíos para hablarles de Cristo, conscientes de que Él ha venido a cumplir todas las promesas de la Alianza.
Este interés por las fuentes judías del Nuevo Testamento es un primer paso.
Otros dos hermanos, también conversos, Augustin (1836-1909) y Joseph Lémann (1836-1915) dieron un paso más al intentar que el Concilio Vaticano I, que debía abrirse en Roma el 8 de diciembre de 1869, votara un texto titulado Pro Hebraeis y apoyado por el papa Pío IX y más de 500 padres.
Nunca se estudiará ni votará por interrupción del trabajo.
El texto insistía en la continuidad entre las promesas mosaicas y la redención en Jesús.
Y decía también con fuerza que los judíos siguen siendo "muy queridos por Dios a causa de sus padres, y porque de ellos procede el Cristo según la carne". Una visión que se aleja del antijudaísmo.
Escritores católicos
Los escritores católicos también desempeñaron su papel en este trabajo de profundización de los vínculos entre la Iglesia e Israel.
Anatole Leroy-Beaulieu (1842-1912), autor de Los judíos y el antisemitismo. Israel Among the Nations en 1893 era un convencido defensor de Dreyfus.
Esta escritura, ambivalente en ciertos puntos, está también en el origen de una generación filosemita, de Jacques Maritain a Stanislas Fumet pasando por el futuro cardenal Journet.
Las mujeres también participaron en este movimiento para normalizar las relaciones con el judaísmo en la Iglesia.
Canonizada en 1998, la conversa y carmelita Edith Stein (sant Teresa Benedicta de la Cruz) es ahora copatrona de Europa.
Ya en 1933, advirtió al papa Pío XI de las "acciones criminales" de Hitler y habló del nacionalsocialismo como "herejía manifiesta".
Sophie van Leer, por su parte, fundó en 1926, con el Padre van Asseldonk, los Amigos de Israel.
Esta obra sacerdotal no buscaba convertir a los judíos sino permitirles el "regreso" o el "paso" a Cristo, recordando y testimoniando "la persistencia del amor de Dios".
La exégesis, el estudio de los textos bíblicos, también permitió el progreso del Concilio Vaticano II.
En este sentido destaca la obra del padre Lagrange, dominico fundador de la Escuela Bíblica de Jerusalén, y del filólogo alemán convertido del protestantismo Erik Peterson.
Y especialmente el cardenal Béa, profesor jesuita en el Instituto Pontificio Bíblico y luego confesor de Pío XII que, a partir de 1960, presidiría el flamante Secretariado para la Unidad de los Cristianos.
Deseado por el papa Juan XIII, que convocó al año siguiente el Concilio Vaticano II, este secretariado anuncia ya la futura declaración Nostra Ætate de la que Augustin Béa fue un gran artífice y promotor.