En nuestro mundo hay una búsqueda insaciable de bienestar. Es muy común que nos invada la frustración al ver nuestro deseo de realización siempre irresuelto.
Podemos afirmar que la imperfección nos causa un problema.
Pensamos que nuestra felicidad tiene que encontrar una forma perfecta y acabada, y no descansamos hasta alcanzarla, lástima que esa forma es como el final de un arco iris: no se puede encontrar.
Imperfección
La historia está hecha de imperfección, de formas a redondear, de círculos que salen mal. Esta es la humanidad que debemos amar.
La Iglesia que es enviada es una Iglesia imperfecta. Esta es la Iglesia que Jesús envía a proclamar su amor, una Iglesia que debe moverse, que se pone en camino, que va a las periferias. Una Iglesia que debe aspirar a la única perfección que importa: la perfección en el amor.
Los cristianos estamos llamados a proclamar el amor de Dios aunque dudemos, aunque nos cueste perseverar, aunque a veces reconozcamos nuestra propia hipocresía.
Aceptar la imperfección de nuestro camino espiritual es el primer paso para buscar la gracia de Dios. Lo peor que podemos hacer es detenernos en la duda y la frustración.
Perfección en el amor
Solo esta Iglesia imperfecta puede proclamar el amor verdadero, un amor que no es solitario, que no es el amor del número uno, pero tampoco es un amor de dos: el amor de la pareja encerrada en sí misma, donde yo te amo y tú me amas y todo lo demás no existe.
El amor de uno es narcisista, el amor de dos es el amor de la reciprocidad estéril. El amor de los cristianos es el de la Trinidad.
El verdadero amor es el del exceso, el amor que está fuera de sí mismo. Es el amor que se da a los demás y no permanece cerrado ni en el aislamiento ni en la reciprocidad.
Es el abrazo entre el Padre y el Hijo dado a la humanidad. Es el espacio de la relación entre el Padre y el Hijo en el que todo hombre está invitado a habitar. Es la comunión que no termina en reciprocidad, sino que se convierte en don para los demás. Abrazo, espacio, comunión.
Para los cristianos, es vana la búsqueda de la forma perfecta pues nos sumerge en la frustración y nos aleja de la plenitud del amor.
Si pensamos que esa perfección es la meta, terminamos encerrándonos en nosotros mismos, en la ilusión de cuidar nuestro ego, o terminamos arrastrados a la vorágine de la reciprocidad, en la que uno se convierte en la medida del otro sin llegar nunca a la meta.
Se trata de amar la imperfección.
Solo cuando sentimos una carencia, podemos llenarnos, y solo el amor verdadero es el que nos hace perfectos.