Recuerda el historiador del arte Óscar Martínez que su último ensayo, ‘El eco pintado’, surgió durante una visita al Museo del Prado, tras contemplar el ‘San Miguel Arcángel’, del Maestro de Zafra, y descubrir que el pintor se había autorretratado en un reflejo de la armadura.
A partir de ahí decidió explorar el mundo que se abría ante sus ojos y que resume en el subtítulo de la obra: “Cuadros dentro de cuadros, espejos y reflejos en el arte’. Un mundo que le permitía reflexionar sobre muchos asuntos que le interesaban.
"Utilizo la meta pintura (la pintura dentro de la pintura) como excusa para hablar de muchas cosas que me interpelan, como la muerte, la vanidad o el paso del tiempo", explica Martínez
"Cada cuadro es una puerta, o una ventana, a otro mundo. Pero si dentro del cuadro hay otra imagen, o un espejo, las posibilidades de interpretación se multiplican", añade.
Uno de esos temas es la vanidad, el narcisismo, una actitud o defecto que nos ha acompañado siempre (ahí está el mito de Narciso para demostrarlo) pero que hoy se ha extendido peligrosamente y adquiere formas de epidemia.
"Vivimos en una sociedad tremendamente vanidosa. Los espejos fueron objetos muy exclusivos durante milenios. Pero ahora llevamos uno en cada móvil. Hoy vivimos sometidos a la tiranía de la imagen propia", explica el historiador del arte albaceteño.
"Muchas personas que vemos en el metro mirando al móvil no están, en realidad, mirando nada en concreto, sino mirándose a sí mismos en modo video", explica Óscar Martínez, quien subraya que "los espejos son peligrosos".
Y añade que en muchos lugares se han prohibido los selfis porque se han convertido en una epidemia. "Ya no importa dónde estás, sino que los demás vean que estás ahí".
Uno de los cuadros que analiza en su ensayo, ‘La Santa Faz’, de Francisco de Zurbarán, es una de las representaciones de la Santa Verónica, de la que la leyenda afirma que muestra el rostro de Jesucristo, que quedó impreso en un pañuelo con el que una mujer, Verónica, le secó el sudor.
Con cierto afán de provocación, Martínez denomina esta imagen como "el primer selfi de la historia’", por lo que tiene de autorrepresentación de la propia imagen, aunque en el caso de Cristo parece obvio que el suceso es ajeno a cualquier tipo de vanidad. "Es así, pero me gusta realizar asociaciones que el lector no se espera y que pueden sorprenderle", admite el ensayista.
En el libro deja claro que la historia de la Santa Faz, que inspira el cuadro de Zurbarán, no tiene acomodo en los Evangelios canónicos, sino que hay que buscarla en los apócrifos, en concreto en el "Evangelio apócrifo de la muerte de Pilatos".
Aunque la leyenda dice que la Verónica limpió el sudor de Cristo cuando iba camino del Calvario, en el evangelio apócrifo, la única fuente que existe de la historia, no se menciona ese suceso.
Únicamente se cuenta que el tal paño fue un regalo de Jesús para que Verónica pudiera ver su rostro mientras él estaba ausente predicando. Pero resultó que el objeto tenía propiedades mágicas y curativas, como demostró la milagrosa curación del emperador Tiberio, con sólo contemplar la reliquia.
Se entiende que la Iglesia no aceptara este evangelio dentro de su corpus, pero la leyenda de la Santa Faz se mantiene porque conecta con un objeto mucho más real y contrastado, la Sábana Santa, así como con el mundo de las reliquias. En concreto, con aquellas que tienen la doble dimensión de ser objetos sagrados por haber estado en contacto con una figura santa, Jesucristo en este caso, y por ser huella directa de su persona.
Martínez recuerda que hay que esperar a la Edad Media para tener noticias de que se venera un Santo Rostro conservado en la basílica de San Pedro del Vaticano. A partir de 1300 se considera esta reliquia una de las maravillas de la ciudad que todo peregrino debe visitar durante su estancia en Roma.
"Es también en ese momento cuando empiezan a aparecer otros paños que reclaman para sí el haber estado en contacto con el rostro de Jesús", explica el autor de ‘El eco pintado’. "Ahí está el del palacio de Hofburg, en Viena, o los más cercanos del monasterio de la Santa Faz de Alicante y la catedral de Jaén".
Estos retratos, y el poder curativo que se les atribuye, "nos hablan del poder que han tenido las imágenes, que en nuestro tiempo se ha debilitado por la sobreexposición".
Los cambios que estamos viviendo en el momento presente, y de los que las redes sociales son sólo uno de sus fenómenos más visibles, "provocan terremotos sociales que hay que asimilar. Tenemos que aprender a convivir con estas nuevas realidades".
Otro de los cuadros que Óscar Martínez estudia en ‘El eco pintado’ es ‘Autorretrato con Cristo amarillo’, una obra en la que Paul Gauguin se pinta a sí mismo por partida triple.
Aparece en primer término, delante del célebre cuadro que se cita en el título, y cuyo rostro de Cristo le recuerda a él. Pero aparece también en la escena en un tarro de cerámica en el que aparece pintado su rostro con rasgos deformados.
"Gauguin representado como hombre, como monstruo y como Cristo; Gauguin pintado como héroe, como ser atormentado y como mártir redentor", explica el ensayista, quien resalta que éste es uno de los pocos autorretratos triples que existen. "No es tan sólo una imagen, sino también un manifiesto artístico y una biografía visual".
El cuadro es uno de los primeros que pintó tras los dos intensos, y dramáticos, meses de convivencia con Van Gogh en Arles, que terminaron con el conocido incidente de la automutilación de oreja a cargo del pintor de ‘Los girasoles’.
La elección del color amarillo para representar el Cristo resultó polémica en su momento. Y es que el amarillo, a partir de su inestabilidad como color, de su variabilidad y, por tanto, de su falta de ‘fiabilidad’, ha ido asociándose emocionalmente con lo veleidoso, la traición, la mentira y el egoísmo.
Martínez nos recuerda que de amarillo va vestido Judas, el gran traidor de la historia occidental, en el cuadro ‘Prendimiento de Cristo’, de Giotto, y también en el de ‘La última cena’ de Juan de Juanes, y en otras muchas representaciones similares.
Posteriormente, el amarillo amplió su significación emotiva hasta alcanzar a los impuros y corruptos, y así, de este color eran las vestiduras que debían llevar los condenados por la Inquisición antes de ser ajusticiados. Y los nazis decidieron que la estrella de David con la que se ‘marcaba’ públicamente a los judíos en Alemania fuera amarilla. Y no olvidemos un ejemplo mucho más reciente: amarillo es también el color de la piel de los ‘Simpson’, una serie que no por casualidad practica un humor corrosivo.
"Hay que tener cuidado con el amarillo: no es un color inocente e inofensivo y puede convertirse en un arma simbólica de imprevisibles consecuencias", explica Óscar Martínez.
En cualquier caso, basten estas anotaciones sobre la significación emocional del amarillo para entender que resultara polémico pintar un Cristo de ese color, más allá de que pudiera, además, considerarse una extravagancia desde un punto de vista estético.
Martínez aporta dos posibles explicaciones para la elección de Gauguin. La primera es casi obvia. Tras su convivencia con Van Gogh, que usaba el amarillo profusamente, incorporó este color a su paleta pictórica de forma decidida, cuando antes era casi inexistente. Sería una decisión adoptada por influencia.
Pero, dado que Gauguin se despidió de Van Gogh de mala manera, dejándolo malherido y a su suerte, ¿podría tener el Cristo amarillo otra significación?
"¿Se pinta Gauguin delante de un Cristo amarillo para darnos a entender un cierto arrepentimiento tras abandonar a su amigo en Arlés?", se pregunta el autor de ‘El eco pintado’.
"¿Se ve el pintor a sí mismo como un traidor por no haber acompañado a Van Gogh en los oscuros momentos que estaba a punto de vivir? Son interrogantes sin respuesta. Pero pertinentes preguntas que este color tan llamativo nos arroja".