María era una mujer rica, elegante. Esposa de un diplomático, viajó por algunas de las ciudades más hermosas de Europa, dejando atrás su amada Chile natal. Una vida que, aparentemente era perfecta. Una vida que el destino, y la guerra, se encargó de desmoronar.
A pesar de las adversidades, lejos de huir de la barbarie que supuso la Segunda Guerra Mundial, se quedó en París y puso su vida al servicio de los más indefensos. Los niños.
María Edwards McClure había nacido en Santiago de Chile el 11 de diciembre de 1893 en el seno de una de las familias más ricas y poderosas del país. Su padre, Agustín Edwards Ross, era un importante empresario y político, mientras que uno de los hermanos de María fue el fundador del reputado periódico El Mercurio. Su vida de lujos se completó cuando se casó con el diplomático Guillermo Errázuriz Vergara.
María y su marido abandonaron Chile y se embarcaron rumbo a Europa. Estuvieron un tiempo en Londres, donde nació su única hija, María Angélica, para establecerse definitivamente en París, donde Guillermo asumió su labor diplomática. Fiestas, bailes, veladas elegantes con damas de la alta sociedad parisina, María vivió un tiempo rodeada de lo más granado de la Ciudad de la Luz. Una vida que todos pensaban perfecta. Pero no lo era. En 1922, su marido se quitó la vida porque una actriz, Peggy Hopkins Joyce, rechazó su amor.
Tiempo después, María regresó a Chile para dejar a su hija al cuidado de los suyos. Y regresó a una Europa que, por segunda vez en pocos años, volvía a estar en guerra. María sintió la necesidad de ayudar, sobre todo a los judíos que huían de Alemania. Pronto se unió a la Resistencia Francesa y aprovechó sus contactos en las altas esferas para ser de utilidad.
Amiga de la baronesa Rothschild, se puso a trabajar como enfermera en el hospital que llevaba su nombre. Una labor que le sirvió de tapadera para realizar otra misión más importante y arriesgada. Muchos de los pacientes que se encontraban en el hospital Rothschild eran judíos cuyo destino sería muy probablemente un campo de exterminio.
Muchos tenían hijos pequeños a los que querían salvar a toda costa. Fue entonces cuando María ideó, junto a otras enfermeras y miembros de la resistencia, una manera de protegerlos. Con el consentimiento de sus padres, los adormecían con algún medicamento que fuera inocuo para los niños pero que les protegía de sí mismos. Era una manera segura de separarlos de sus padres sin que hicieran demasiado ruido. María llevaba una capa negra, tupida y elegante que ahora no servía para ostentar. Servía para salvar vidas. Tras la gruesa tela, escondía a los pequeños.
María era católica, por lo que los nazis no prestaron atención a una enfermera que entraba y salía del hospital y pasó sin problemas los controles. Aparentemente, su labor era como la de tantas otras personas. Una vez en su casa, cuidaba temporalmente de los pequeños hasta que les encontraba un lugar seguro en el que esconderse hasta que, en algún momento, pudieran volver con los suyos. Orfanatos, casas particulares, parroquias en el campo, María removió cielo y tierra para salvar a esas almas inocentes. María cubrió con buena parte de los gastos y se hizo cargo de obtener documentación falsa para los pequeños.
Un día, la policía entró en su apartamento y descubrió que la rica enfermera era en realidad un miembro de la resistencia. María fue detenida y torturada pero nunca delató a ninguno de sus compañeros. Su posición social y su antigua vinculación con el mundo de la diplomacia la salvó de ser enviada a un campo de concentración o directamente ser ejecutada. Sin embargo, ya no pudo continuar con su labor, pues fue puesta bajo vigilancia domiciliaria hasta que terminó la guerra.
En 1953, el gobierno de Francia le otorgó la Medalla de la Legión de Honor. Años después, en 1960, regresó a Chile, donde se reencontró con su familia y falleció en 1972. En 2006, el Instituto Yad Vashem de Jerusalén la declaró Justa entre las Naciones.