Lo que se está viviendo en el rural pueblo de Licantén, en la región del Maule, solo se puede entender y sentir estando en el terreno. Las imágenes compartidas por la televisión y las redes sociales no llegan a mostrar la profunda magnitud de la tragedia de azota dicha localidad.
Esta es la cuarta vez que el río Mataquito lo inunda y según los registros ha sido el evento más catastrófico. Son cuadras interminables, incluso cerro arriba, donde a una semana del evento, el barro se mantiene intacto, cubriendo casas y donde las familias trabajan a pulso con sus propios y escasos medios, intentado limpiar y secar a punta de braseros las húmedas y frías paredes de sus hogares.
«El 80 por ciento de los licanteninos estuvimos 48 horas bajo el agua, ese fue el tiempo que el río Mataquito se mantuvo fuera de su cauce. Fue muy triste escuchar los llantos de la gente, pasamos esa noche en vela sin saber qué hacer y a la espera que el agua bajara. En mi casa alcanzó los 80 cm. de profundidad. Este es un pueblo que sufre mucho», relata el párroco.
Estar junto a los que sufren
Por las calles de Licantén, un camión avanza lentamente distribuyendo botas de goma a las personas, son fundamentales para caminar por el pueblo y realizar las labores de limpieza. En esas calles, se encuentra de pie junto a un grupo de voluntarios de la parroquia el padre Ricardo, quien a medida que va recibiendo aportes, procura distribuirlos rápidamente.
Esta vez, está supervisando la entrega de sacos de carbón, esos que han sido esenciales para el secado y calefacción en fríos días invernales.
Otra de las damnificadas de esta catástrofe es María Eugenia Hernández, secretaria parroquial, quien también está en las calles apoyando la labor del sacerdote:
«Si bien yo también perdí el primer piso de mi casa, sé que en estos momentos es muy importante estar junto a las personas. Por eso, estoy aportando en lo que puedo, porque es tanta la necesidad, que se hacen pocas las manos. Es muy difícil ver como años de sacrificio de van de un momento a otros como si nada», expresa.
Una bendición en el momento más difícil
En tanto, otra de las voluntarias que se ha sumado al trabajo impulsado por el párroco en estos días es Erika Salazar, quien es una de las pocas que salvó su casa y por lo mismo, trabaja con mayor ahínco por las personas. Su hogar ha pasado a ser refugio, albergue y un lugar donde todos los que necesitan pueden tomar o comer algo caliente, darse un baño, cargar teléfonos, cosas de la vida diaria que se convierten en bendiciones en momentos como éste:
«Claramente mi deber como cristiana es estar con mi comunidad, toda mi familia está apoyando, empezamos todos los días muy temprano y terminamos de noche porque es muy importante poder limpiar y secar las casas», comenta.
«Vengan a mí todos los que están cansados»
«Es un periodo fuertísimo, yo lo he vivido junto a la comunidad como uno más de los damnificados, la noche que se salió el río no sabía dónde acudir a encontrar refugio y esa era la sensación de todos. Tenía claro que como párroco no podía saltar del barco cuando se estaba hundiendo», relata Ricardo.
«El domingo celebré misa en el comedor de una casa con 50 personas y sé que es la fe y la Eucaristía la que nos da fuerzas y ayuda a seguir. Sin la fuerza de la Eucaristía yo no podría estar en pie, durmiendo un promedio de cinco horas, sin saber cómo será el día y si voy a poder almorzar o no. Con esa fuerza, yo les digo: 'Vengan a mí, todos los que están cansados'», agrega el párroco.
Las palabras del párroco son reforzadas por su secretaria, María Eugenia, quien completa: «No queda más que volver a empezar y sin duda que la fe en Dios nos ayuda a tener esperanza y es esa esperanza la que nos mantiene en pie para seguir luchando».