Imaginemos a Jesús después de predicar varios días, cansado y deseando volver a casa, y descansar en brazos de su madre. Muchos grandes santos han hecho referencia a la Virgen María en su misión de intercesora, de mujer valiente al pie de la cruz; quien escucha a Jesús y guarda todo en su corazón.
Sin embargo, pocos se han adentrado a descubrir el papel íntimo de la joven madre en Belén, en Egipto y en Nazaret, porque no existe información referente a esos años, más allá de la que ha llegado a través de los evangelios apócrifos.
No obstante, esto no ha sido impedimento para que algunos autores, no tan apegados a los textos evangélicos, hayan plasmado pensamientos salidos de su corazón para «interpretar» lo que hubiese sido un deseo divino.
Tal es el caso de esta hermosa oración, escrita por Michel Quoist (Oraciones para rezar por la calle, Ediciones Sígueme, 1984) que refiere lo que Jesucristo dice sobre su mejor invento: María, su madre en la tierra y en el cielo.
Mi mejor invento, dice Dios, es mi madre
Me faltaba una madre y me la hice. Hice Yo a mi madre antes que ella me hiciese. Así era más seguro.
Ahora sí que soy hombre como todos los hombres. Ya no tengo nada que envidiarles, porque tengo una madre, una madre de veras. Sí, eso me faltaba.
Mi madre se llama María, dice Dios. Su alma es absolutamente pura y llena de gracia
Su cuerpo es virginal y habitado de una luz tan espléndida que, cuando Yo estaba en el mundo, no me cansaba nunca de mirarla, de escucharla, de admirarla.
¡Qué bonita es mi madre! Tanto, que dejando las maravillas del cielo nunca me sentí desterrado junto a ella.
Y fíjense si sabré Yo lo que es eso de ser llevado por los ángeles..., pues bien: eso no es nada junto a los brazos de una madre, créanme.
Mi madre ha muerto, dice Dios. Cuando me fui al cielo Yo la echaba de menos. Y ella a Mí. Ahora me la he traído a casa, con su alma, con su cuerpo, bien entera. Yo no podía portarme de otro modo. Debía hacerlo así. Era lo lógico.
¿Cómo iban a secarse los dedos que habían tocado a Dios? ¿Cómo iban a cerrarse los ojos que Lo vieron? Y los labios que Lo besaron ¿creían que podrían marchitarse?
No, aquel cuerpo purísimo, que dio a Dios un cuerpo, no podía pudrirse entre la tierra
Y Yo no fui capaz. ¿Cómo iba a hacerlo? Habría sido horrible para Mí. ¿O no soy Yo el que manda? ¿De qué iba a servirme, si no, el ser Dios?
Además, dice Dios, también lo hice por mis hermanos, los hombres: para que tengan una madre en el cielo, una madre de veras, como las suyas, en cuerpo y alma. La mía.
Bien. Hecho está. La tengo aquí, conmigo, desde el día de su muerte. Su asunción, como dicen los hombres.
La madre ha vuelto a encontrar a su Hijo, y el Hijo a la madre, en cuerpo y alma, el uno junto al otro, eternamente. Ah, si los hombres adivinasen la belleza de este misterio...
Ellos lo han reconocido al fin oficialmente. Mi representante en la tierra, el Papa, lo ha proclamado solemnemente. ¡Da gusto, dice Dios, ver que se aprecian los dones que uno hace! Aunque la verdad es que el buen pueblo cristiano ya había presentido ese misterio de amor de hijo y de hermano.
Y ahora: que se aprovechen, dice Dios.
En el cielo tienen una madre que les sigue con sus ojos, con sus ojos de carne. En el cielo tienen una madre que los ama con todo su corazón, con su corazón de carne.
Y esa madre es mía. Y me mira a Mí con los mismos ojos que a ellos, me ama con el mismo corazón. Ah, si los hombres fueran astutos... bien se aprovecharían.
¿Cómo no se darán cuenta de que Yo a ella no puedo negarle nada?
¡Qué quieren! ¡Es mi madre! Yo lo quise así.
Y bien... no me arrepiento.
Uno junto al otro, cuerpo y alma, eternamente Madre e Hijo.