Liberar nuestro corazón de las cosas que lo atan no es fácil, es una gracia en la que el amor de Dios comienza a ocupar, en nuestro interior, el lugar de las cosas. Se trata de la pobreza de espíritu, aquella que consiste, no en no tener nada, sino en aprender a vivir desapegados, desasidos, vaciados para que sea Dios quien nos ocupe.
Nos dice Charles de Foucauld:
"Esta pobreza de espíritu hace el vacío completo en el alma, vaciándola del amor de las cosas materiales, del amor del prójimo, del amor propio, echando de ella todo absolutamente y no dejando más que un lugar enteramente vacío que Yo ocupo entero. Yo, entonces, les devuelvo divinizado este amor de las criaturas materiales que ellos han expulsado de su alma para dárseme a Mí enteramente. Habiendo expulsado de su alma estos amores, solo Yo ocupo su alma vacía de todo y llena de Mí; pero en Mí y por Mí, ellos comenzarán de nuevo a amar todas estas cosas, no para ellos ni por ellas, sino por Mí: esto será la caridad ordenada".
La humildad
Para alcanzar este "vaciarnos" tendremos que centrarnos en la humildad. Ser capaces reconocer nuestro lugar, de no apegarnos, de no querer poseer, de vivir siendo desprendidos y generosos.
Jesús ocupó el último lugar y este lugar nadie se lo podrá arrebatar. Este abajamiento nos ha introducido en la dinámica la humildad de Dios, en la dinámica de un Reino donde la donación sustituye a toda forma de dominación.
El Señor que eligió ser siervo, que eligió la reciprocidad de dar y de recibir, la de amar y la de dejarse amar; cuando se dejó ungir los pies por una prostituta (Lc 7, 37-38) o por María en Betania (Jn 12,1-3) o cuando, Él mismo, le lavó los pies a sus discípulos (Jn 13,1-12); se pone como modelo, para que nosotros, haciendo lo mismo, participemos de su vida.
El vaciamiento de Dios
Para entender mejor todo esto, debemos caer en la cuenta de que es Dios quien se abaja en Jesús. Jesús, como encarnación del vaciamiento de Dios, viene de lo máximo y va a lo máximo, y en este proceso pasa por lo más pequeño, por lo más ínfimo. En este abajamiento nos incorpora a todos, así, nuestras categorías de primero y de último, de grande y de pequeño, de arriba y de abajo, se alteran, porque todo está inmerso y contenido en Él.
Es muy difícil esta libertad, la de ponerse a servir renunciando a los propios derechos, la de quedar vacíos cuando lo que queremos es estar llenos… pero, cuando lo seguimos, nos empezamos a dar cuenta de que no podemos reclamar porque todo lo hemos recibido. Sabemos que procedemos de ese Fondo vacío y libre y que solo volvemos a Él si vivimos en un continuo desalojo de nosotros mismos.
Solo perdiéndonos podemos reencontrarnos en un nuevo modo de existencia que ya no está fundado en la autoafirmación, sino en la apertura de quien se sabe siempre en y hacia los demás porque se reconoce a sí mismo ocasión del darse de Dios.