A veces, ser etiquetado como santo puede parecer un estatus privilegiado que beneficia a las personas canonizadas. Sin embargo, los santos no ganan nada con nuestra veneración, pues ya poseen la bienaventuranza eterna del Cielo.
San Bernardo de Claraval ofrece una hermosa reflexión sobre esta realidad en un sermón que aparece en el Oficio de Lectura.
¿Por qué nuestra alabanza y glorificación, o incluso la celebración del día [de Todos los Santos], deberían significar algo para los santos? ¿Qué les importa el honor terrenal cuando su Padre celestial los honra cumpliendo la fiel promesa del Hijo? ¿Qué significa para ellos nuestro elogio? Los santos no necesitan honor de nuestra parte; nuestra devoción tampoco añade lo más mínimo a la de ellos.
¿Quién se beneficia de nuestra veneración a los santos?
San Bernardo explica que nosotros somos los primeros beneficiarios de la veneración de los santos.
Es evidente que si veneramos su memoria, nos sirve a nosotros, no a ellos. Pero les digo que cuando pienso en ellos me siento inflamado por un anhelo tremendo.
Recordar a los santos inspira, o mejor dicho, despierta en nosotros, sobre todo, el deseo de disfrutar de su compañía, tan deseable en sí misma. Anhelamos compartir la ciudadanía del cielo, morar con los espíritus de los bienaventurados, unirnos a la asamblea de los patriarcas, a las filas de los profetas, al concilio de los apóstoles, a la gran hueste de los mártires, a la noble compañía de los confesores y a los coros de vírgenes. En resumen, anhelamos estar unidos en la felicidad con todos los santos.
Cada vez que recordamos a los santos, celebramos su fiesta o incluso erigimos una estatua, gozamos de una ayuda para anhelar estar unidos a ellos en el cielo e imitar su ejemplo en la tierra.
Los santos no necesitan nada de nosotros, pero nosotros necesitamos cualquier cosa que nos pueda acercar al Cielo.