Nuestro Señor Jesucristo pasó tres años enseñando a los apóstoles lo que debían predicar al mundo. Y pensó en todo, incluyendo la comida espiritual. Claramente les anunció que se iría, sin embargo, quiso quedarse y lo hizo de una manera sencilla y sutil: en el pan y el vino que se convierten en su Cuerpo y su Sangre en el momento de la consagración y que se nos dan en la Sagrada Comunión.
Alimento para todos
El Evangelio narra que los discípulos se sorprendieron mucho cuando Jesús les dijo:
«Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo». Los judíos discutían entre sí, diciendo: «¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?» Jesús les respondió:
«Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.
Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él» (Jn 6, 51-56).
Y dice que fue tan crudo para ellos, que muchos lo abandonaron. ¿Cómo iba a darles a comer su carne y su sangre? ¡Inconcebible! Sin embargo así es. En la última cena lo cumplió:
Mientras comían, Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: «Tomen y coman, esto es mi Cuerpo». Después tomó una copa, dio gracias y se la entregó, diciendo: «Beban todos de ella, porque esta es mi Sangre (Mt 26, 26-28).
No es nada más para los santos
Vale la pena repetirlo: el Señor Jesús nos lo ha dicho: "Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes". Él nunca dijo: "si no son santos, no pueden comer mi Carne y mi Sangre". Al Señor le urgía que todos nos acerquemos al Pan de Vida.
Por lo tanto, lo único que debemos hacer es asegurarnos de estar en gracia de Dios, es decir, estar libres de pecado mortal. Y si tuviéramos la desgracia de haberlo cometido, reconciliarnos inmediatamente con el sacramento de la Confesión.
Antes de comulgar, expresamos al Señor nuestra situación:
Ante la grandeza de este sacramento, el fiel solo puede repetir humildemente y con fe ardiente las palabras del Centurión (cf Mt 8,8): "Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme" (CIC 1386).
Comulguemos con humildad
Por eso, sabemos que la Eucaristía es un sacramento inmenso y que nunca seremos lo suficientemente dignos de él, pero si no hay ningún impedimento para acercarnos a comulgar, hagámoslo humildemente y demos gracias al Señor Jesús que nos ama tanto que se ha quedado en el pan y en el vino para darnos vida eterna.