A lo largo de mi vida he experimentado el amor de Dios. Sobre todo, en el silencio y la adversidad. A veces camino reflexionado en su amor y me sorprendo. Le pregunto: “¿Cómo puedes amarnos a pesar de lo que hacemos?”
A veces me escribe un lector contándome las dificultades que pasa en la vida, los sufrimientos, la enfermedad. Suelo enviarlos al sagrario, para que hablen con Jesús. Él siempre está dispuesto a escucharnos y aliviar nuestras penas. Nos da las gracias que necesitamos, la fortaleza para continuar. Esto lo he aprendido por propia experiencia.
He pasado momentos muy difíciles, no creas que por escribir estos artículos Dios me libra de ellos. Y he logrado superarlos no por mis propias fuerzas o habilidades, sino con sus fuerzas y su amor. Siempre recurro a Jesús en el sagrario. Nunca he quedado defraudado. Cuando te sugiero que vayas al sagrario es porque he visto cómo Jesús nos recibe, con cuánta ilusión.
Cada vez que entro lo imagino sonriendo y diciendo:
“¿De nuevo Claudio?”
Me sonrío también y respondo: “Así parece”.
Cuando nació nuestro cuarto hijo, a las pocas semanas quedó hospitalizado. En el hospital adquirió un virus muy violento. Cuando descubrieron lo que era, lo aislaron. El médico me llamó aparte para decirme con mucha seriedad que en algunos casos los resultados no eran favorables, que debía saberlo.
Me dejó molido con sus palabras. ¿Qué hacer? No podía perderlo. Y en medio de la turbulencia que llevaba dentro surgió una palabra: “el sagrario”.
Salí corriendo del hospital, me subí al automóvil y conduje hasta el Santuario Nacional del Corazón de María. Estacioné, me bajé del auto y entré al oratorio donde está el sagrario. Es una pequeña capilla, acogedora, silenciosa, que invita a la adoración. Cuando entré me fijé a mi alrededor. Me encontraba solo. Podría hablar en voz alta con Jesús sin molestar a nadie.
Me paré frente al sagrario y le imploré: “¡Ayúdame!” Al segundo oí una voz que repetía: “¡Ayúdame!”
“Es imposible”, pensé, “sólo estamos Jesús y yo. No hay nadie más aquí”. Sentí una mano áspera posarse sobre mi hombro y volví a escuchar: “¡Ayúdame!”
Me volteé y descubrí a un hombre muy pobre, tullido, con dificultades para moverse.
“Mírame”, me dijo, “Apenas puedo moverme. Me cuesta caminar. Ayúdame en nombre de Dios”.
Volví a mirar a Jesús en el sagrario y le dije con una gran sonrisa:
“Te la sabes todas. Contigo no se puede”.
Ayudé aquél pobre en lo que pude.
Mi hijo sanó y esa semana salió del hospital. ¿Cómo no estar agradecido por tanta bondad?
Aún hoy cuando lo pienso, no recuerdo cómo llegó ni cómo se marchó aquél misterioso hombre que me recordó lo fundamental: “Todos somos hermanos. Debemos ser compasivos los unos con los otros”. Y aún más: “Jesús quiere que seamos sus manos, sus piernas, su corazón, en este mundo. Y lo llevemos a los demás”.
Sabes, no me avergüenza visitar a Jesús y decirle que le amo, que lo es todo para mí, que ha transformado mi vida.
¿Puedo pedirte un favor? Ya sabes que me encanta sorprenderlo. Cuando vayas a verlo dile: “Claudio te manda saludos”.
¡Qué bueno eres Jesús!
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