Hay historias que me gusta volver a contar. Mi primer encuentro con un intelectual ateo, ahora mi amigo ateo, es una de ellas.
En mi país conviven muchas religiones y hay hermandad y respeto entre todos. Yo mismo tengo un primo Evangélico y un familiar que es Rabino. Un tío judío solía reunirnos y nos contaba su vida y nos brindaba los mejores consejos. Lo recuerdo señalando hacia arriba, comentando:
“Somos hijos de un mismo padre”.
Mi papá era judío y toda mi familia por parte de padre es judía. Me hice católico por mi madre y ahora de grande lo soy por convicción.
Mi fe la llevo grabada en el alma. Sé que no soy el más digno, ni seré jamás el mejor, pero al menos trato, procuro seguir las enseñanzas del Evangelio. Y vaya que me cuesta. Vivir el Evangelio es uno de los mayores retos que enfrentamos. Si no lo crees haz el intento de vivir la radicalidad del Evangelio por un día, al estilo de san Francisco de Asís.
Al comprobar lo difícil que es la vida me doy cuenta que todo es “gracia” de Dios. Y que es un Padre estupendo. Por eso escribo y publico mis libros. Es una forma de agradecer a Dios tantos regalos del cielo.
Cada año coloco mis libros en un pequeño puesto de la Feria del Libro en Panamá. Y cada año espero a un amigo especial, un ateo. No me preguntes por qué ocurre, el hecho es que me encuentro acomodando los libros y de repente llega. Cada año es uno diferente. Se detiene frente a mis libros, los toma en sus manos, los ojea, veo la expresión de su rostro y me doy cuenta que ha llegado. Sonrío y espero.
De pronto rompe el silencio y pregunta:
“¿Usted escribe estos libros?”
Asiento con la cabeza. Y me mira circunspecto.
“Yo no creo en estas cosas. Soy ateo”.
Espero un momento más, mientras continúa.
“No creo en Dios”.
Entonces me acerco a él. Tengo dos opciones, rechazarlo o abrazarlo. Escojo la misericordia y le digo:
“Mi amigo ateo. Te he esperado todo un año”.
Me mira confundido. Y le explico. Sonríe escéptico. Lo invito a un café y nos sentamos a charlar de literatura, política… Y al momento hablamos de un Dios misericordioso que él aún no conoce. Y le cuento mis experiencias con Dios. Al rato le pregunto si tiene un inconveniente que le obsequie uno de mis libros.
“¿A como dé lugar quieres evangelizar?”, me dice. “Ustedes son todos iguales”.
“Es sólo un libro. No muerde. Y como autor me gustaría obsequiártelo autografiado”.
Al final acepta y se lo lleva. Veo como se aleja mientras lo echa en el bolsillo de su camisa. Así termina nuestro encuentro. Dentro de un año, volverá a ocurrir. Y me veré de nuevo con mi amigo ateo.
¡Qué bueno es Dios, nuestro padre!
…………..
Te dejo con esta bella alabanza a Dios.