Ocurrió 28 años atrás un acontecimiento sorprendente que cambió mi vida para siempre. Fue como si Jesús me dijera: “Aquí estoy Claudio”.
Pasé semanas de lucha interior. De reflexiones sin límite. Al final me rendí ante su amor. No podía ser de otra forma y respondí: “Aquí estoy Señor. ¿Qué quieres de mí?”
Me sentía atemorizado. Sabía que Él lo pide todo. Tenía miedo que al final me dijera:
“Siervo malo y perezoso, sabías que yo cosecho donde no sembré y recojo donde no esparcí”. (Mateo 25, 26)
Lo que antes valoraba, perdió valor para mí. Dejé de preocuparme por lo que los demás pensaran de mí. Sólo quería complacer a Dios, que estuvieron contento de su pequeño Claudio, a pesar de mis defectos y mi pobre fe.
Tomé algunas medidas inmediatas.
- Compré una Biblia con letra grande y empecé a leer, a escuchar su voz y conocerlo.
- Hice una buena confesión sacramental para darle espacio en mi alma y que Él pudiera habitar en mí.
- Frecuenté los sacramentos.
Di los primeros pasos con timidez. A cambio Él me llenó con una ternura que no conocía. Un amor que me sobrepasaba.
Leía la santa Biblia y me sorprendía por palabras como éstas:
“Tus caminos enséñame, Señor, para que así ande en tu verdad; unifica mi corazón con el temor a tu nombre. Señor, mi Dios, de todo corazón te daré gracias y por siempre a tu nombre daré gloria, por el favor tan grande que me has hecho: pues libraste mi vida del abismo.” (Salmo 86, 11-13)
Era lo que yo estaba viviendo en ese momento. Eran Palabras eternas.
El camino, en un principio oscuro, se aclaraba y empezaba a ver.
Con el tiempo comprendí que ésta era su pedagogía. Y lo vi en muchas personas que se han decidido por Dios. Cambian radicalmente de la noche a la mañana sorprendiendo a todos. Aman con un amor tan grande que anhelan perdonar y abrazar a todos. Son capaces de ver el rostro de un Cristo sufriente en el pobre y desamparado.
De esta forma empecé a escalar la montaña de Dios.
¿Caí? Cientos de veces y todavía caigo. Y cuando esto ocurre me levanto, me confieso y vuelvo a empezar. Sé que la montaña me espera. Debo llegar a la cima. No estoy equipado adecuadamente. Me faltan la fe, perseverar, orar más. Pero no importa, allí voy, un paso a la vez, emocionado, sabiendo que Dios me ama y me espera.
Y cuando no sé qué hacer me refugio en el sagrario con Jesús Sacramentado. Él me da las fuerzas que necesito para continuar.
Y vivo agradecido por tanto amor inmerecido.
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