Me acerqué a Jesús Crucificado.
Era una imagen que transmitía todo el dolor, angustia y sufrimiento que padeció. Miré a mi alrededor.
Entraba en la Iglesia La Dolorosa, en san José, Costa Rica, donde iba de niño a la misa dominical.
Todo llamaba mi atención. Pero Jesús Crucificado… “Sentía que me miraba”.
Cristo sufriente me llamaba:
“Acércate Claudio. Lo hice por ti, por todos”.
Sentí un dolor tan hondo a medida que me acercaba a Él. Me pesaban mis muchos pecados. Las veces que sabiendo que hacía mal, olvidé su amor.
Vino a mi mente la oración de Gabriela Mistral y empecé a rezarla en voz baja, a media que caminaba hacia aquella cruz.
En esta tarde, Cristo del Calvario,
vine a rogarte por mi carne enferma;
pero, al verte, mis ojos van y vienen
de tu cuerpo a mi cuerpo con vergüenza.
¿Cómo quejarme de mis pies cansados,
cuando veo los tuyos destrozados?
¿Cómo mostrarte mis manos vacías,
cuando las tuyas están llenas de heridas?
¿Cómo explicarte a ti mi soledad,
cuando en la cruz alzado y solo estás?
¿Cómo explicarte que no tengo amor,
cuando tienes rasgado el corazón?
Ahora ya no me acuerdo de nada,
huyeron de mí todas mis dolencias.
El ímpetu del ruego que traía
se me ahoga en la boca pedigüeña.
Y sólo pido no pedirte nada,
estar aquí, junto a tu imagen muerta,
ir aprendiendo que el dolor es sólo
la llave santa de tu santa puerta.
Imaginé que me encontraba en el monte Gólgota. Escuchaba los insultos, veía su Madre Santísima aferrada a los pies de la cruz. Cuanto dolor y angustia. El hijo de Dios Padre moría en medio de aquél tormento.
Brotaron lágrimas de mis ojos.
Lo contemplé a lo lejos avergonzado de no ser digno de Él, de tanto amor. Veía impresionado la escena. Lentamente me acerqué y abracé los pies de aquella cruz, donde colgaba crucificado mi mejor amigo.
Míralo. Así me miró, con esa dulce mirada con la que me decía: “Te quiero tanto”.
Lo miré sin apartar la vista. Limpié las lágrimas que brotaban de mis ojos
Me miró. Y algo cambió en mi interior. Todo cambia cuando Jesús te mira.
Su mirada bastó para comprender. No necesité más.
Le dije que lo quería.
“Te quiero Jesús”.
Luego solté la cruz y me fui sentar en una de las bancas de aquella hermosa iglesia en Costa Rica. Desde allí lo miré largamente. Contemplé sus heridas y su amor. Vi mis abandonos. Lo indiferente que he sido ante su Amor.
¡Perdón por haberte abandonado tantas veces!
¡Perdóname Señor!