Acabo de sentarme a escribir. ¿Lo primero? Ofrecerlo a Dios.
No tengo casi nada que ofrecer, por eso se me ocurre ofrecerle estas pobres palabras. Y le digo:
“Convierte mi trabajo en oración”.
De esta forma, aunque por momentos olvide su presencia en mi vida, cada cosa que haga, Él en su infinita bondad la convertirá en oración.
Tengo frente a mí una cruz. La veo de reojos a ratos, mientras tecleo estas palabras. Me recuerda su amor por mí y por ti.
Amado Jesús. ¿Cómo no amarte?
Quisiera hacer las cosas diferentes, poder seguir sus pasos y llevar a todos la Buena Nueva. Pero sólo soy un aprendiz de escritor. Y mis palabras carecerían de valor sin su presencia amorosa en tu vida. Es Él quien toca tu alma y quien siembra en ti ese anhelo de amarlo más cada día, de buscar algo diferente y mejor.
¿No sientes acaso el deseo de cambiar el camino de tu vida?
Jesús te invita a seguirlo, sin temor. Un abandono total. Aceptando la santa voluntad de Dios en ti.
Si pudiésemos ver el estado de nuestras almas comprenderías mejor mis palabras. En ocasiones me imagino cómo ha de estar mi pobre alma, tan magullada, goleada y manchada. Entonces acudo al confesionario.
Estando en fila me digo: “Escucha Claudio, Jesús te va a hablar”. Y pongo atención a cada una de las palabras del sacerdote.
Salgo feliz, recuperada la gracia. Suelo pensar:
“Si pierdo la gracia lo pierdo todo”.
Recuerdo a un joven que una vez se me acercó y me comentó: “Ya no sé en qué creer”. En ese momento me vino a la mente aquél santo sacerdote con el que solía confesarme. Estaba en silla de ruedas, pero esto no le impedía acoger a los hijos de Dios, confesarlos y perdonar sus pecados. Esperaba siempre con tanta emoción estas palabras de absolución:
“Yo te absuelvo de todos tus pecados en el Nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo”.
Solía poner de penitencia lo mismo: “Reza un credo”. No entendía por qué.
Teniendo frente a mí a este joven que dudaba comprendí.
En el Credo está contenido lo fundamental, en lo podemos creer los católicos sin equivocarnos. Es tan sencillo.
Tomé un papel y anoté en él las palabras que escuché tantas veces de este buen sacerdote:
“Reza un credo”.
Lo doblé varias veces y le dije:
—Cuando dudes y no sepas qué creer abre este papel y sigue el consejo que está adentro.
Hice una copia, esta vez para mí, la doblé y guarde en el bolsillo de mi camisa.
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