¿Te ha pasado alguna vez? Eres tentado de una forma que nunca imaginaste. Aquella tentación se ve tan agradable. Pero te sientes avergonzado de pensar en ello.
Sabes que está mal, que se convertirá en un pecado y que ofenderás a Dios si caes. Se presenta tan agradable, te seduce y fascina y sin que te des cuenta te va empujando a cometer aquello que pondrá tu alma en riesgo.
A veces son tan intensas las tentaciones. Es como si nos arrinconaran en el borde de un barranco profundo y nos empujaran sin piedad.
En sí misma la tentación no es un pecado, Jesús fue tentado en el desierto. Todos somos tentados. Es natural. Y ocurrirá mientras estemos en este mundo. Tenemos un enemigo común que nos odia y le gustaría ver nuestras almas perdidas. Suelo decir de él: “No es malo, es malísimo”.
Lo veo de esta forma: Mientras el pecado sumerge en la oscuridad nuestras almas y nuestras vidas, la gracia santificante permite que la luz habite en ti. Esa luz es Jesús, quien nos ilumina y nos muestra la verdad, el camino, lo que debemos hacer.
“Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida”. (Juan 8, 12)
Si no te mantienes firme en tus convicciones, la oración y tu fe, vas a dar un paso atrás, perderás la vergüenza y caerás. Un pecado pequeño te lleva a otro más grande. Y luego otro peor. En esa caída a la oscuridad no tienes de dónde sostenerte.
De pronto sientes que alguien te sujeta, te lleva de vuelta hacia arriba, donde estabas parado te dice:
“Amigo, ¿a dónde vas?”
Alguien te ha salvado. Te ha devuelto la esperanza. Abres los ojos para verlo y agradecerle este gesto inesperado y te das cuenta que es Jesús.
“¿Piensas que iba a dejar que te perdieras?”, te dice.
Y escuchas estas palabras: “Yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Las acaba de pronunciar un sacerdote. Estás en el confesionario y te acaban de liberar de las manchas que llevabas en el alma y te llenaban de angustia y miedo.
Nuestro Dios es el Dios de las oportunidades, un Dios misericordioso, por eso aconsejo a todos: “Ve al confesionario, haz una buena confesión sacramental y verás lo sabroso que se siente recuperar la gracia”.
He aprendido que Jesús siempre sale a nuestro encuentro. Nos busca, nos ama y se llena de ternura al ver nuestros esfuerzos.
«¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las 99 en el desierto, y va a buscar la que se perdió hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, la pone contento sobre sus hombros; y llegando a casa, convoca a los amigos y vecinos, y les dice: “Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido”. Os digo que, de igual modo, habrá más alegría en el cielo por un solo pecdor que se convierta que por 99 justos que no tengan necesidad de conversión”. (Lucas,15, 4-7)
Un amigo se ha confesado con un sacerdote, después de años de no acercarse a un confesionario. Me lo encontré en Misa. Me sorprendió cuando me dijo: “Quiero cambiar mi vida y siento que esto es un primer paso para conseguirlo, limpiar mi alma”. A los días nos vimos nuevamente. Era otra persona. Se le notaba dinámico, alegre, feliz.
“Me confesé Claudio”, me dijo. “He dejado un saco lleno de pecados en ese confesionario. Me liberé de ellos y me siento tan libre y tranquilo. Me confesé y recuperé mi vida”.
“Ahora camina a la santidad”, le dije, contento por ese testimonio tan sorprendente.
Me hizo recordar lo que una vez me dijo un sacerdote y que me encanta compartir:
“Santo no es el que nunca cae, sino el que siempre se levanta”.
¿Caiste? Una buena confesión sacramental te ayudará.
¡Ánimo!
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Te dejo con este interesante video del Padre Sergio sobre la confesión.