¿A quién de nosotros nunca le han dicho: “No me escuchas”? Escuchar es un ejercicio difícil, pero no imposible.
¿Cuántas veces hemos estado físicamente presentes pero ausentes mientras alguien nos conversaba porque nuestra mente estaba ocupada en otro asunto?
¿Cuántas veces nos ha pasado al regresar a casa tras un día difícil en el trabajo en el que no hemos podido dejar atrás las preocupaciones profesionales?
¿Cuántas veces un niño le reprocha a un padre que no le escucha? ¿Cuántas veces los niños también, atrapados en sus juegos, no escuchan la llamada insistente de sus padres?
Este comportamiento a veces ofende a nuestros seres queridos y nos priva de la gracia de escuchar.
¿Por qué se hace difícil escuchar a los demás?
A veces, siguiendo nuestra reflexión, contestamos a nuestro interlocutor con frases del tipo: “ok”, “perfecto”, “sí”, “no”…
Por otra parte, ¿nos tomamos el tiempo de esperar a que una pregunta sea formulada en su totalidad antes de responderla?
Y, otra cuestión: ¿Respetamos la lentitud de la expresión, a veces laboriosa, de nuestro interlocutor?
A veces, nuestra escucha se ve interrumpida por el recuerdo de memorias que una sola palabra puede evocar. Luego nos embarcamos en una historia personal: “Es como yo…”, ¡y monopolizamos la palabra!
También podemos sentir una gran emoción cuando recordamos una situación. Entonces nos dejamos abrumar por sentimientos de ira, miedo y revuelta, cuyo origen ignoramos a menudo y que perturban, o incluso paralizan, cualquier posibilidad de escuchar, con el riesgo de provocar reacciones desproporcionadas a la realidad del momento.
Escuchar tiene sus requisitos
Escuchar requiere que paremos nuestra actividad.
¿Has visto cómo los niños son hábiles para hacer preguntas delicadas en los momentos en que estamos más ocupados? Si no podemos parar, nos aseguraremos de no olvidarnos de contestar más tarde.
Escuchar requiere saber callar y silenciarse internamente. Si las preocupaciones ocupan todo el campo de nuestro pensamiento, no seremos receptivos.
Escuchar implica apertura. Si seguimos comprometidos con nuestra visión, nuestras convicciones, nuestra certidumbre, ponemos una barrera a la recepción de las formulaciones de nuestro interlocutor.
Escuchar requiere bondad interior. La actitud es fácil cuando el clima es tranquilo, es mucho más difícil cuando existen tensiones.
La pareja y la familia son los mejores lugares para este ejercicio.
Nuestra capacidad de escuchar dependerá de nuestra paz interior y de nuestra capacidad de distanciarnos de nosotros mismos. Requiere un buen conocimiento de sí mismo, que se adquiere poco a poco a la luz de nuestros “fracasos”.
Escuchar, una virtud cristiana
El propio Jesús confiere una gran importancia al hecho de escuchar cuando nos dice: “Presten atención y oigan bien” (Lc 8,18).
Escuchar a los demás significa recibir un regalo que solo ellos pueden dar. ¿Nos ponemos en la disposición interior para acogerlo?
Avanzar en esta disposición a abrirnos a quien nos habla, ¿no es también aprender a escuchar a Dios y a dejarnos transformar?
¿Y si, en nuestra oración, donde necesitamos expresar nuestros sentimientos de gratitud, nuestras peticiones, nuestras preocupaciones, aprendemos a callarnos, a calmar nuestra imaginación para convertirnos en oyentes, a escuchar lo que el Espíritu Santo quiere decirnos? Podríamos recibir la Palabra como la semilla del Sembrador que caerá en la tierra fértil y dará su fruto.
Si nos dedicamos a estos pequeños ejercicios de escucha todos los días, con la familia o los amigos, si nos ocupamos de nuestra acogida interior, progresaremos.
Así nos será más fácil decir a Dios, como al joven Samuel: “Habla, Señor, porque tu servidor escucha” (1 Sam 3,9).
Rolande Faure