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¿Es posible vivir sin mentir?

PINOCCHIO
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Edifa - publicado el 21/05/20
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Todo el mundo miente, a veces incluso sin darse cuenta. ¿Pero es posible renunciar a esta práctica?

Todo el mundo miente, en mayor o menor medida. La falsedad se insinúa tanto en la pareja como en la familia o en la escuela, tanto en los negocios como en política, en los medios de comunicación y en los tribunales.

El mentir, mucho más que el reír, es lo propio del hombre” (Alexandre Koyré)

Todos mentimos, pero no por ello somos mentirosos empedernidos, del mismo modo que alguien puede recurrir a la manipulación sin ser un manipulador redomado. A veces es imposible actuar de otra forma.

 “La mentira es la ofensa más directa contra la verdad– dice el Catecismo. – Mentir es hablar u obrar contra la verdad para inducir a error”.

¿Y si dijéramos algunas verdades sobre la mentira?

Juntar verdad y caridad

Aunque la mentira es universal, algunos mienten más que otros. ¿A quién creer? Ha llegado la era de la gran desconfianza. “Nunca se ha mentido tanto como en nuestros días”, afirma Alexandre Koyré. “Ni de una manera tan descarada, sistemática y constante”.

Tampoco olvidemos las informaciones falsas que circulan por los medios sociales, presentando rumores y acusaciones infundadas. En marzo de 2018, investigadores de Cambridge publicaron un estudio que demostraba que las fake news circulan más rápido que las que están verificadas, porque el chismorreo y los rumores atraen al público.

“Veo la mentira como un mal necesario que contribuye a la armonía social. Pero la virtud reside, sin lugar a dudas, en la verdad y la honestidad”, sostiene el psicólogo quebequés Jean Gervais.

Dicho esto, aunque no convenga decir todas las verdades, hay que intentar decir la verdad… pero no de cualquier modo ni necesariamente a todo el mundo. La virtud de la prudencia sigue siendo indispensable: la verdad, privada de su hermana, la caridad, es a menudo intolerable. La verdad sin la caridad hiere.

Si nada hay cierto, nada tiene importancia

Persiste una paradoja abrasadora entre esta normalización de la mentira y la necesidad de verdad que exige cualquier vida social. Nuestros contemporáneos sienten confusamente que no podemos ser felices juntos si todos mienten.

Cuando no podemos fiarnos, nos marchamos… Nuestra felicidad relacional depende de la franqueza y la honestidad de nuestro entorno, ya sea con nuestro cónyuge, con la empleadora, con el recaudador de impuestos, con la niñera, con un amigo íntimo, con los colegas de oficina, con la cajera, con la cartera, con el vicario, con el fontanero o con el electricista.

La mentira que más daña es la que viene de nuestros seres queridos: esposo, esposa, hijos, vecinos, padres…

“Cuanto más cercana es una persona, más nos sentimos traicionados si descubrimos que nos miente”, subraya la psicóloga Marie-France Cyr, que identifica dos tipos de mentiras, diferentes por la intención que las motiva. Está la “mentira por necesidad de protección”, motivada por la delicadeza, es decir, la caridad. Y está la “mentira de hacer quedar bien”, motivada por el orgullo, el egoísmo, la vanidad, la cobardía, la avaricia… Las dos, por supuesto, pueden convivir.

La humanidad está marcada por el ego. Cada uno de nosotros intenta ofrecer una imagen alentadora de sí mismo, procura sumar puntos, ser amado y evitar sufrir. Y esto provoca la mentira.

“Sin la mentira, la verdad moriría de desesperación y de aburrimiento”, sostenía con ligereza el escritor francés Anatole France, que acumulaba mentiras por adulterio. Error: aunque pueda aliviar a corto plazo, la mentira se transforma siempre en esclavitud.

Cuando nos convertimos en maestros y esclavos de la mentira

La mentira puede convertirse rápidamente en un hábito, pero también en un engranaje que nos conduce aún más rápido a un lugar donde no querríamos ir. El círculo vicioso empieza a menudo con una “mentirijilla”. Una mentira pequeña y anodina, en apariencia, se transforma velozmente en una enorme que puede tener consecuencias terribles.

El mentiroso profesional tiene miedo de ver su vida venirse abajo como el castillo de naipes de Madoff, si se sabe descubierto. No soporta la idea de defraudar y de destruir la imagen halagadora de sí mismo que ha construido durante tantos años. Así que está dispuesto a todo para hacer durar su mentira todo el tiempo que sea posible.

El Catecismo de la Iglesia católica desarrolla varios artículos incisivos sobre esta “profanación de la palabra” que conviene releer, sobre todo el párrafo 2484: “La gravedad de la mentira se mide según la naturaleza de la verdad que deforma, según las circunstancias, las intenciones del que la comete, y los daños padecidos por los que resultan perjudicados. Si la mentira en sí sólo constituye un pecado venial, sin embargo llega a ser mortal cuando lesiona gravemente las virtudes de la justicia y la caridad”.

Después, depende de cada uno atreverse a construir la verdad sobre “mentirijillas”.

Luc Adrian

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