Muchas parejas se aman pero viven con cierto sufrimiento vivir en la encrucijada entre la fe y la incredulidadMuchas parejas lo comparten todo excepto la fe. Sin embargo, algunos cónyuges aseguran experimentar un enriquecimiento mutuo, a pesar del dolor de no compartir el seguir a Cristo.
Hay muchos esposos divididos por un foso espiritual porque uno de los cónyuges no es creyente, ni siquiera bautizado, en el momento de la boda o porque (re)descubre la fe a lo largo de la vida conyugal o incluso porque un cónyuge, al contrario, abandona la práctica pasada la boda. Hay casos de todo tipo.
Desde un punto de vista canónico, la Iglesia no ve objeciones a uniones así, siempre que el cónyuge no creyente acepta el funcionamiento del matrimonio cristiano (indisolubilidad, fidelidad, fecundidad), no se opone a la práctica del cónyuge creyente y hace lo necesario para favorecer la educación cristiana de los hijos.
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De hecho, lo importante es que el que no crea no sea anticristiano, que sea honrado intelectualmente. Que no haya hostilidad ideológica. Este es, mayoritariamente, el caso en una época en la que el anticlericalismo ha retrocedido en beneficio de la indiferencia y de una búsqueda espiritual indecisa.
Sin embargo, a pesar de las buenas intenciones de partida y los valores humanos compartidos, la diferencia es, a menudo, una fuente de sufrimiento.
No olvidar que la fe es, ante todo, un don de Dios
Para el cónyuge creyente, se trata de renunciar a compartir la fe en pareja, a rezar juntos, a apoyarse en el otro para la educación religiosa de los hijos, a hacer un retiro los dos…
“Casada por la iglesia, redescubrí a Cristo dieciséis años después de la boda”, atestigua Caroline, de 55 años. “Mi marido me deja ir a misa todos los domingos, pero no quiere saber nada de la fe. Mis dos hijas se han descolgado y tengo la pena de dirigirme sola a misa, sobre todo en Navidad. Y es imposible hablar de mis convicciones en casa”.
Consecuencia de este foso: a menudo hay en casa del cónyuge creyente una expectativa de que el otro siga el mismo camino. Un deseo legítimo, pero que puede convertirse en problemático cuando se intenta convertir al otro, cambiar sus convicciones, olvidando que la fe es, ante todo, un don de Dios.
“Cuando conocí a Michel”, recuerda Charlotte, de 42 años, “me entristeció que él no fuera creyente. Al principio, le empujaba a venir a misa conmigo, hasta que me di cuenta de que eso estaba teniendo el efecto contrario”. Una reacción que puede interpretarse como una forma de protegerse contra quien cree, contra su diferencia.
Sin embargo, una condición para que el matrimonio funcione es que cada uno desee que el otro sea tal y como es plenamente. Si Dios respeta infinitamente la libertad, ¿cómo podría el cristiano sentirse obligado a orientar al otro a ser como él?
Desánimo
Por otro lado, la reacción del cónyuge creyente puede ser la de la resignación: la soledad y la ausencia de apoyo en la educación cristiana de los hijos le hacen entonces resbalar por la pendiente del retraimiento y la indiferencia.
“Hoy en día me resulta difícil mantener el ritmo”, confiesa Laurence. “Cada vez voy menos a misa, me alejo de la oración. Todo cambió cuando mi hijo mayor me dijo que no quería hacer su profesión de fe: comprendí entonces que no encontraría respaldo en mi marido. Sin embargo, al comienzo de nuestro matrimonio estaba convencida, ¡incluso hice algún despertar en la fe!”.
Para Marie, de 58 años, este desapego vino seguido de un profundo cuestionamiento. Cuando se casó con François, ella era practicante y él era de cultura católica. Pero poco después de la boda, él se separó de una práctica que no era más que un hábito.
Al criar a sus cinco hijos en la fe cristiana, Marie se sentía cada vez más sola a la hora de impulsar esta dimensión. “Respetaba su decisión y, al mismo tiempo, en el fondo, me exasperaba”, añade Marie. “Hace diez años, me cansé de cargar con todo. Lo dejé caer todo. Ya casi no rezaba”.
¿Cómo se puede vivir mejor la vocación del matrimonio?
Creyente y no creyente, la aventura puede resultar una misión imposible. Para muchos cónyuges practicantes, la maduración de la relación con Dios se convierte en la clave de una renovación de la pareja para salir del conflicto.
La misa, una actividad parroquial, los grupos bíblicos, una pausa espiritual de las que proponen las abadías e incluso un vínculo privilegiado con una comunidad pueden permitir al cónyuge creyente encontrar un apoyo fuera de la pareja para ayudarle a vivir su vocación matrimonial.
Claire, de 28 años y casada desde hace tres, lo ha experimentado de primera mano tras seguir durante dos años una formación teológica en clases nocturnas. “Al profundizar en mi fe he comprendido cuán estaba llamada a ir plenamente hacia el otro. Si esto es el centro de lo que creo, entonces no hay contradicción en vivir con un no creyente”, asegura.
Marie, por su parte, ha llegado incluso a reexaminar sus ideas en profundidad. “Gracias a un trabajo psicológico, me han guiado a una nueva comprensión de la vida y de Dios”, confiesa.
A Dios a través de él
“Me he dado cuenta de que estaba demasiado centrada en la vida espiritual, hasta descuidar mi humanidad. He podido volver a conversar sobre la fe con mi marido y nos hemos devuelto la confianza. Desde entonces, ya no le reprocho que no haga crecer su vida interior. Lo acepto plenamente”.
La resolución de una crisis así la ha llevado a revisar su visión del sacramento del matrimonio: “Durante mucho tiempo me pregunté a quién debía amar primero: ¿a Dios o a mi marido? Antes, la espiritualidad me alejaba de él; hoy, me ayuda a amarle mejor”.
“Desde mi conversión, sé que puedo encontrar a Jesús no solamente en la eucaristía, sino también en mi prójimo más cercano: mi marido”, confiesa Caroline. De ahí un equilibrio escogido entre sus actividades espirituales externas (taller de Sagrada Escritura, retiros con una amiga en la misma situación) y la renovación de su complicidad con Jean, porque ella reconoce que él ha podido sufrir por su conversión.
“Es importante cultivar otros puntos de encuentro en la pareja. Nosotros tenemos la fotografía, el cine, el teatro… Ante todo, ¡no es necesario que me entregue solamente a la Iglesia!”. Uno cree, el otro no, pero funciona a pesar de todo porque han decidido amarse.
Entre la fe y la incredulidad
Entre testimonio lleno de esperanza –¡porque las conversiones existen!– y respeto al ritmo del otro, el cónyuge creyente es invitado también así a un camino sutil. Algunos constatan un enriquecimiento mutuo, a pesar del dolor de no compartir el seguir a Cristo.
Nathalie reconoce a su marido ateo “un papel de regulador”, de contrapunto racional en la pareja, como si la diferencia se convirtiera en una fuente de equilibrio beneficioso para la familia. “Me recuerda que no vivimos en una burbuja”, precisa.
Una fecundidad que puede repercutir más allá del hogar: ¿no tienen estas parejas una misión específica en la Iglesia en la encrucijada de la fe y la incredulidad?
“Vivo entre personas ateas”, explica Caroline. “Quizás no sea a través de mí que descubran algo de la fe, porque nadie es profeta en su tierra, pero ahí estoy entre ellos, como un servidor inútil. Con el respaldo del sacramento que ambos recibimos, ¡estoy convencida de que el Señor actúa en mi marido aunque él no lo sepa!”.
“Estar casada con un no creyente es una forma de pobreza”, añade Claire-Marie. “Al mismo tiempo, me permite entrar en relación con los no creyentes de forma simple”.
Estas parejas simbolizan un poco, por último, el encuentro entre Israel y la sabiduría griega, entre la Iglesia y el mundo. Los cónyuges creyentes son misteriosamente signos de Cristo enviado a las naciones. Una imagen que nos incita a sumergirnos en los inicios de la Iglesia, en lo que Pablo decía ya a los corintios:
“Porque el marido que no tiene fe es santificado por su mujer, y la mujer que no tiene fe es santificada por el marido creyente” (1 Co 7, 14). Bonita perspectiva, ¿no?
Cyril Douillet