¿Y cómo se hace para poder confiar?
El Diablo es un mentiroso: trata de persuadirnos de que somos capaces de encontrar la felicidad fuera de Dios y que podemos perfectamente juzgar lo que es bueno para nosotros.
¡Es una trampa tan vieja como el pecado original, en la cual nos dejamos atrapar cada día!
Cada vez que preferimos nuestro capricho a la voluntad de Dios, cada vez que confundimos libertad e independencia, cada vez que nos aferramos a nuestros bienes materiales en vez de remitirnos a la Providencia, nos comportamos como el hijo pródigo de la parábola (Lc 15, 11-32), que solo tenía una idea en la cabeza: ¡librarse de la autoridad de su padre a fin de ser libre y de actuar a su antojo!
Pero en lugar de desarrollarse personalmente, pronto terminó sintiéndose más miserable que los cerdos que guardaba, hambriento, amargado y perdido.
¿Creemos de verdad?
¿Creemos realmente que Dios nos ama?
Una de dos: o Jesús dijo la verdad, y Dios es un verdadero Padre que nos ama infinitamente y que envió a su Hijo para que “os alegréis conmigo y vuestra alegría sea completa”… y en ese caso, no tenemos nada que temer y todo a esperar de un Padre tan amante y misericordioso; o Dios no nos ama verdaderamente, y Jesús, pues, es un mentiroso; entonces no vale la pena seguirLe.
Hay que ser coherente: o creemos en Dios –el Dios de Jesucristo- o no creemos en Él.
Pero si creemos, saquemos todas las consecuencias.
No podemos decir que el Evangelio es verdad “teóricamente” y no vivirlo concretamente. No podemos proclamar cada domingo en el Credo que creemos en Dios y comportarnos como si esta Fe fuese extraña a nuestra vida cotidiana.
Si creemos que Jesús dice la verdad, que Él ciertamente es el Hijo de Dios y nuestro Salvador.
Si creemos, junto con toda la Iglesia, que su Palabra es verídica, especialmente cuando nos revela la infinita bondad del Padre, su misericordia inagotable y su ternura; entonces ¿por qué dudamos en poner todo en manos de Dios? ¿Por qué tememos darseLo todo?
Mucho más que el “Jackpot”
Si no osamos abandonarnos sin reserva, es porque, todavía, nos dejamos caer en la trampa del Maligno.
Este manipulador nos susurra –¡y nuestra imaginación cae de bruces en el truco!- que Dios se aprovechará, despiadado, de nuestra confianza para devastar nuestra vida.
¡Como si Él no esperara más que una señal de nuestra parte para hacernos desgraciados!
¡Pero es exactamente todo lo contrario!
“Todos los bienes me han sido dados a partir del momento que yo no los he buscado”, afirmaba san Juan de la Cruz.
Todo aquel que ha hecho la prueba de remitirse completamente a la bondad de Dios os dirá lo mismo.
Apostar todo a Dios no es una fórmula mágica que permitiría ganar el “jackpot”.
No se trata de hacer una inversión rentable o de subscribir un seguro de vida: se trata de salir de la lógica del mundo para entrar en la del Reino.
Cuando san Juan de la Cruz habla de “todos sus bienes”, no habla de la gloria y las riquezas, sino de los bienes que necesitamos para ser verdaderamente felices, de los que son capaces de colmarnos.
Sin miedo
Apostar todo a Dios no hace llover pruebas… ¡pero tampoco nos dispensa de ellas!
Por el contrario, remitirse completamente al amor del Señor nos hace aptos a recibir de Él tesoros de gozo, de paz, de fuerza y de confianza, en los éxitos y en la adversidad.
En vez de cargar con nuestra carga solos, recibimos de Jesús “un yugo y una carga ligeros” (Mt 11, 30)…
No forzosamente ligera en apariencia, pero ligera en realidad, porque Jesús la lleva, realmente, con nosotros.
¿Cómo abandonarnos?
Abandonándonos. Dicho de otra manera, pidiendo esta gracia al Señor. PidiéndoSela con confianza, incansablemente, y sin preocuparnos por nuestras dificultades a recibirla y a vivirla.
Cada vez que una inquietud nos atenace o que estemos tentados de llevar nuestra vida “solos como los mayores”, volvamos a decir a Dios que nos queremos apoyar únicamente en Él.
No mantengamos ninguna preocupación, ni la de no llegar a entregarnos totalmente al Señor.
¿Nuestro corazón está escindido, es pusilánime, es infiel? No tengamos miedo. Dios es más grande que nuestro corazón.
Por Christine Ponsard