En el matrimonio, ¿qué necesitamos verdaderamente? Sobre todo, amor, pues es nuestra vocación y nuestra naturaleza: nos hemos elegido por amor, y aspiramos sobre todo a amar a nuestro cónyuge y a ser amados por él. Todo –nuestra vida, nuestra familia, nuestros compromisos- reposa sobre la experiencia compartida de este amor y de este don: saberse amado cambia la vida común, la transforma, la cura, la despliega, la ilumina. ¡Entonces todo se hace posible!
Fácil de decir, pero tan complicado de vivir en el día a día. ¿Cómo dar amor a su cónyuge sin cansarse, mantener una mirada de esperanza y de afecto para él durante cuarenta o sesenta años, más aún cuando chocamos con las mismas heridas, con los “siempre” y con los “jamás” que nos desalientan y agotan nuestra energía?
Sabemos bien que el amor está hecho de darse uno mismo, del olvido del propio ego, de tantas bellas cosas de las que San Pablo nos hace un tan gran elogio (1 Co 13). Pero para obtener esto, para vivirlo, cada uno de nosotros debe convertirse, luchar, recuperarse, no es un asunto menor: ¡es el combate de una vida! Gemir sobre nuestra suerte no conduce a nada, verter lágrimas permite, sin duda, enternecer nuestros corazones; pero para poder amar, servir, darse, San Pablo nos exhorta a “despojarnos del hombre viejo”, y como dijo Jesús a Nicodemo (Jn 3, 1s), a “renacer del agua y del Espíritu”.
¿Nacer del agua? Sabemos más o menos hacerlo a través del bautismo, de los sacramentos, de la palabra de Dios, de las enseñanzas de la Iglesia, etc. ¿Nacer del Espíritu? Es por el contrario una experiencia demasiado desconocida, particularmente en la pareja: “El Espíritu Santo es el gran olvidado en nuestras plegarias”, reconocía hace unos años el Papa Francisco, sin embargo, es Él quien “inflama el corazón”, es Él quien nos transforma ya que es “Dios actuando en nosotros”.
Solo Él, visitándonos incluso en nuestras debilidades, puede permitirnos la experiencia del poder, la alegría y la transformación del amor divino, de vivirlo, de irradiarlo, de compartirlo, en primer lugar, con nuestro marido o nuestra mujer.
Aspiremos en el seno de nuestra pareja a esta efusión del Espíritu, esperemos con un deseo ardiente los dones y los carismas que Él quiera acordarnos: no conocemos ninguna experiencia que renueve a tal punto la alegría, la unidad y el amor en el matrimonio. ¡Ven Espíritu Santo! ¡Apresúrate a visitarnos, despierta en nosotros tus dones!
Alex y Maud Lauriot-Prévost