Tenemos gran necesidad de que el Espíritu Santo ponga en nuestras almas el don de la Fuerza, que nos atrae hacia Dios como un imán atrae las limaduras de hierro.
Si pudiéramos ser simplemente este pequeño polvo de hierro, como los santos, todo sería mucho más sencillo para nosotros. Esta comparación no significa que la santidad sea un movimiento irresistible en el que los santos se dejarían llevar a pesar suyo.
Si el imán ejerce siempre su poder de atracción—es decir, si el poder de Dios nunca falta—podemos elegir ser o no ser las pequeñas limaduras de hierro. Nunca somos santos—ni pecadores—a pesar de nosotros mismos.
Pero lo que muestra el ejemplo del imán y las limaduras de hierro es que la fuerza de Dios es un dinamismo, un movimiento que nos lleva hacia Aquel para quien estamos hechos y que, por eso, nos hace superar los obstáculos. No es "vencer por vencer" (para superarme a mí mismo o para demostrar que soy el mejor) sino: "vencer por Dios".
Es importante recordar a los niños, con regularidad y de forma directa o indirecta, que el don de la Fuerza está dentro de cada uno de nosotros.
Al perezoso que no sabe cómo va a encontrar el valor para ser fiel a su resolución de levantarse rápidamente de la cama cada mañana.
A la persona deprimida que se rinde ante el menor obstáculo.
Al acomplejado que no para de decir "soy un inútil".
Al pusilánime que pasa del entusiasmo al desaliento en el mismo día.
Al impetuoso que se dispersa en mil ocupaciones que le seducen.
Al voluntario que aprieta los dientes para no mostrar sus miedos.
A la persona orgullosa que quiere resolverlo todo por su cuenta.
Podríamos seguir con la lista: todos necesitamos el don de la Fuerza. Y se nos da a todos. Por eso podemos confiar en nosotros mismos: porque ese "en nosotros" está habitado por la fuerza de Dios.
Otra comparación, para ayudar a los niños a entender lo que es el don de la fuerza: Voy a hacer un viaje por carretera; conozco la meta, tengo mapas que me indican el camino, estoy decidido a ir; pero nunca llegaré al final del trayecto si el coche no tiene un buen motor. El don de la fuerza es ese motor que me permite avanzar en el amor de Dios. Depende de mí mantener este motor o dejarlo en un rincón oxidándose. Al igual que el don del consejo, el don de la fuerza "si no se utiliza, se pierde”.
"Dios, que hace las cruces, también hace los hombros, y ya nadie es más experto en proporciones”: Dios nos da la fuerza que necesitamos, cuando y como la necesitamos. Por eso, no debemos preocuparnos de antemano por las posibles pruebas que nos puedan afectar a nosotros o a nuestros seres queridos, empezando por nuestros hijos.
Lo que expresa Pascual en el Misterio de Jesús: "Es tentarme a mí más que probarte a ti el pensar si tú obrarías bien en ausencia de esto o aquello: yo la haré en ti cuando eso llegue". En otras palabras: "No te preocupes de antemano por lo que pueda ocurrirte: cuando ocurra, yo estaré contigo."
Cuando Jesús nos dice: "No os angustiéis por el mañana... Los problemas del día de hoy son suficientes por hoy" y cuando pedimos al Padre "el pan nuestro de cada día", esto se aplica también a la fuerza: no necesitamos tener reservas de ella. Dios sabe lo que necesitamos en cada momento. Él conoce mejor que nosotros la altura de los obstáculos en nuestro camino y el peso de la cruz sobre nuestros hombros.
Cuando se le explica esto a un niño (y especialmente a un adolescente) que tiene una predisposición de preocuparse mucho, a veces responde: "Si Dios siempre da su fuerza, ¿por qué algunos parecen destrozados? ¿Por qué se ha derrumbado tal o cual persona?"
Dos elementos de respuesta: en primer lugar, la fuerza de Dios no actúa automáticamente. Es un regalo, que el receptor puede rechazar (por orgullo, por falta de esperanza). En segundo lugar, Dios permite a veces que alguien se "quiebre" para abrir su corazón, para que se descubra pobre y pequeño.
Cuidémonos de las apariencias: quien nos parece débil, tal vez esté guiado por la fuerza de Dios, y viceversa. No lo olvidemos: Jesús, en quien se cumple plenamente el don de la Fuerza, cayó sin embargo bajo el peso de la Cruz. Tenía sed. Y murió. ¿Cómo podríamos, entonces, sorprendernos de nuestras caídas y aparentes fracasos?
Christine Ponsard