Todos querríamos ser buenos padres, llenos de amor y de paciencia, soñamos con no herir jamás a nuestros niños, no ser nunca injustos, pero no podemos sino constatar que somos padres imperfectos y pecadores.
Frente a esos niños que amamos más que a nosotros mismos, a veces somos impelidos por la cólera y aparecen las palabras duras, los gritos o los reproches injustos que salen disparados. ¿Por qué perdemos de esta manera el control de nosotros mismos?
La fatiga es a menudo causa de cólera. ¿Cuántos padres se enojan con sus hijos –generando inevitablemente otros gritos- porque están agotados? No es ninguna falta de fe o de coraje reconocer sus propios límites y decir: “¡No puedo más!”.
Más que apretar los dientes hasta que se rompan, más que adoptar bellas soluciones de paciencia que nunca pondremos en práctica porque son imposibles de mantener, es mejor mirar el problema a la cara y adoptar los medios concretos para poner remedio: dormir más, dejarse ayudar en la medida de lo posible, pedir a los amigos que cuiden de vez en cuando a nuestros hijos, etc.
Pero la inquietud también la puede engendrar la injusticia. Marion está en 6º y sus resultados son mediocres. Desde el inicio del curso, su padre la ha hostigado de todas las maneras posibles, multiplicando los reproches y los castigos. Siente que exagera, que es injusto y que su comportamiento solo sirve para paralizar a Marion, que tiembla por si suspende los exámenes (que acaba suspendiendo, por cierto). Hasta que un día se da cuenta de que esta agresividad viene del hecho que, treinta años antes, él repitió el sexto curso, lo que le afectó mucho. Ahora tiene miedo a que Marion sufra el mismo fracaso y la quiere proteger. Cuando él se permite no preocuparse más, cesa toda la tensión. En vez de agobiar a Marion, la alienta tranquilamente y ¡los resultados escolares escalan disparados!
La inquietud y el cansancio se pueden acumular. Es el caso de un niño cuando se muestra particularmente difícil y no sabemos cómo comportarnos. Es saludable poder “pasar el relevo” de vez en cuando, confiarlo a los abuelos, a una madrina, a amigos, para poder retomar aliento.
La negativa a perdonarse a sí mismo es muchas veces la causa de “autocastigos” camuflados. Generalmente, les defectos que más nos irritan en nuestros niños son los que no aceptamos en nosotros. Para ser dulce con los otros, hay que comenzar por ser dulce y misericordioso con uno mismo. Ahora bien, a menudo, hacemos exactamente lo contrario: cuanto más violentos somos, más nos abrumamos con reproches y desprecios, alimentando así en nosotros la fuente de la violencia.
Perdonarse a sí mismo no es excusarse ni caer en la autosatisfacción: es más bien recibirse de Dios como una maravilla infinitamente más grande que su pecado y sus límites aparentes.
La negativa a perdonar a los otros encierra en un círculo vicioso: Jérôme sufre, de parte de su patrón, una injusticia que no puede replicar; de vuelta a casa, lleno de amargura y rencor, se encoleriza contra su mujer por una tontería, quien herida, se traga sus lágrimas y se irrita contra su hijo que se comporta mal en la mesa; resentido, el niño da un puntapié al perro, último chivo expiatorio de esta violencia encadenada. El contagio de la violencia es bien conocido en las relaciones familiares. El único medio de romper este círculo infernal, es el perdón.
Fatiga, miedo, amargura, rencores… las causas de nuestras violencias son múltiples y a menudo complejas. Estas pocas referencias no pretenden en absoluto abarcar toda la cuestión. Que sean simplemente una invitación a reconocer la violencia que no es innata: si osamos nombrarla y presentarla al amor misericordioso del Señor, Él la transformará en dulzura.
Christine Ponsard