Amar es dar, todo el mundo lo sabe. Pero a veces olvidamos que también es recibir, porque eso parece demasiado poco costoso como para constituir una prueba de amor.
Quizás leas estas líneas en un rincón de tu cocina ante una montaña de vajilla sucia: "Pues yo precisamente querría que me echaran una mano. ¡Y te garantizo que no me supondría ningún esfuerzo aceptar la ayuda!".
¿Ningún esfuerzo? ¡No estoy tan segura! No siempre sabemos pedir ayuda ni aceptar la que nos ofrecen espontáneamente: "Eres demasiado pequeño, no sabrás hacerlo", afirmamos a nuestro benjamín, que se marcha desanimado. Y a una amiga de visita: "¡Quédate sentada! Estás aquí para descansar".
Cuando no nos ayudan, o no lo suficiente, por lo general se nos da bien refunfuñar, enfadarnos o sufrir en silencio con aire de víctima resignada (según el carácter de cada uno).
Pero nos resulta más difícil expresar clara y simplemente nuestros deseos. Querríamos que los demás adivinaran lo que esperamos de ellos. Uno de los errores más frecuentes en la pareja, en la familia o en un grupo de amigos es creer que el afecto permite leer los pensamientos de los demás.
"He terminado por detestar las grandes comidas de vacaciones, por todo lo que implican de compras que hacer, de cocinar, de fregar…"
Sí, pero ¿cómo se dice eso a la familia o a los invitados? No nos atrevemos a reconocer los límites de nuestro sacrificio y de nuestra paciencia. Convertimos en un deber garantizar que cada uno tenga unos días despreocupados, incluso a costa de asumir todas las cargas sobre nuestra espalda.
Sin embargo, el Señor nos muestra el camino. Él, que es el Todopoderoso, el creador y el maestro de todo, quiso tener necesidad de ayuda.
Se hizo niño, totalmente dependiente de sus padres. Pidió de beber a la samaritana y de comer al joven de la multiplicación de los panes. Incluso en el momento álgido de la Pasión, aceptó la ayuda de Simón de Cirene para cargar su cruz.
Se hizo pobre para que pudiéramos venir en su ayuda. Se hizo hombre para que, al socorrer a nuestros hermanos, nosotros le socorriéramos, a Él, que "tuve hambre, tuve sed, estaba de paso, desnudo, enfermo, preso…" (Mt 25, 35-36).
Pudo haber prescindido de nosotros, pero escogió necesitarnos: Él sabía que no tenía un mejor medio de mostrarnos hasta qué puntos somos importantes para Él y cuánto confía en nosotros.
¿Por qué a veces nos cuesta dejarnos ayudar? Hay todo tipo de razones, más o menos vinculadas entre sí, que pueden entrar en juego. Primero, las dificultades de comunicación aludidas antes.
Luego, la falta de confianza en uno mismo: "Los que me ayuden van a ver seguro que no lo hago todo perfecto, quizás me juzguen y me critiquen". Es particularmente cierto si la opinión de las personas en cuestión nos resulta importante (padres o suegros).
Pedir ayuda es reconocer que no somos todopoderosos y que necesitamos a los demás. Y aceptar a los otros tal y como son, no como querríamos que fueran.
No van a ayudarnos poniéndose a nuestras órdenes como esclavos, sino aportando su personalidad propia, con riquezas que quizás nos desconcierten y límites que pueden irritarnos.
Trabajar con otra persona requiere más paciencia que hacerlo solo. Tender la mano hacia el otro para pedirle ayuda – ya sea para echar una mano para cortar el césped o para un favor más importante – es una manera muy hermosa de ponerle en valor, de elevarle a sus propios ojos mostrándole nuestra estima.
¿A quién no le gusta sentir que es útil y agradable para los demás? Desde el pequeño de 6 años orgullosísimo de vaciar solo el lavavajillas (aunque rompa un plato de vez en cuando), hasta el abuelo pegado a su sillón que pasa horas reparando un juguete roto, cada uno está feliz de tener su lugar.
Y cuando recibimos a seres queridos en casa, uno de los mejores medios para romper el hielo y crear vínculos es preparar la comida o pintar las ventanas juntos. ¡No nos privemos de eso!
Christine Ponsard