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¿Es posible estar vinculado y ser libre a la vez?

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 24/01/14
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En Dios nuestros apegos dejan de ser desordenados, porque Él los ordena en la paz de su amorNos hemos acostumbrado a vivir apegados a nuestros intereses, a nuestros bienes y comodidades. El apego es un vínculo natural. Los apegos no son malos necesariamente. De hecho, para saber si un apego nos hace mal, ponemos a su lado el adjetivo «desordenado». Entonces se trata de un apego que no está en orden. Sabemos que el vínculo nos está haciendo daño y nos esclaviza.
 
En general nacemos para apegarnos y los apegos sanan la herida de soledad que hay en el alma. Nos vinculamos y así crecemos. Desde que somos niños nos vinculamos a los lugares y a las personas y no nos gusta perder lo que tenemos, nuestras posesiones.
 
El problema es que nos cuesta aprender a vincularnos de forma sana con las personas, los bienes, los lugares, los ideales. ¿Cómo aprendemos a ser más libres de nuestros apegos?
 
El Padre José Kentenich, al hablar de los sacerdotes que fueron a la cárcel durante la primera guerra mundial comentaba: «Hay sacerdotes que en todos los ejercicios descienden a los infiernos, que no quisieran hacer ningún ejercicio sin la meditación sobre el infierno, pero que se derrumban con las cosas más sencillas de la vida diaria, en cuanto la vida deja de ser ‘burguesa’ » [1].
 
Cuando estamos demasiado apegados a las cosas, a nuestros planes, a la comodidad, al dinero y al bienestar, cualquier cambio imprevisto nos desajusta, nos desconcierta y nos puede llegar a hundir. ¿Cómo reaccionamos ante las contrariedades de la vida cuando no se realizan nuestros planes? ¿No es verdad que a veces reaccionamos de forma inmadura y algo infantil?
 
El camino es que, al entrar en sintonía con Dios, Él empiece a poner orden en nuestra vida. Decía el Padre Kentenich: «Cuando estoy apegado desordenadamente a creaturas, cuando aparecen en mí inclinaciones desordenadas, amaré con todo el fervor de mi alma a Dios. Y ese amor excederá en brillo a todos los apegos desordenados»[2].
 
Queremos vincularnos sanamente. Queremos aprender a vivir nuestros vínculos y nuestros amores anclados en un amor más grande y estable. En Dios nuestros apegos dejan de ser desordenados, porque Dios los ordena en la paz de su amor. En ese amor que Dios nos tiene, en ese deseo suyo de estar siempre con nosotros.
 
Nuestra vida consiste en vincularnos y echar raíces. Queremos que nuestra alma pueda descansar libremente en los vínculos que ha creado, en esos apegos que nos dan serenidad y paz.

A veces nos gustaría tener segundas oportunidades en la vida. Para recorrer de nuevo el camino ya pasado y hacerlo todo algo mejor. El otro día leía un poema atribuido a Jorge Luis Borges: «Si pudiera vivir nuevamente mi vida, en la próxima trataría de cometer más errores. No intentaría ser tan perfecto, me relajaría más. Sería más tonto de lo que he sido, de hecho tomaría muy pocas cosas con seriedad. Sería menos higiénico. Correría más riesgos, haría más viajes, contemplaría más atardeceres, subiría más montañas, nadaría más ríos. Iría a más lugares adonde nunca he ido, comería más helados y menos habas, tendría más problemas reales y menos imaginarios».
 
Es curioso. Por lo general queremos cometer menos errores, nos gustaría ser perfectos, deseamos destacar por nuestra inteligencia y sabiduría. Nos tomamos la vida tal vez demasiado en serio. Cuidamos la limpieza, queremos ser muy pulcros. Nos preocupamos de nuestra alimentación, de lo que hacemos o no hacemos, ponemos límites y seguros. Y, sobre todo, nos preocupamos obsesivamente con problemas que no son reales.
 
Sí, es curioso. El poema nos invita a no hacer aquellas cosas que ahora sí hacemos. Lo de los errores nos parece terrible. ¡Más errores! Yo lo pienso y me cuesta aceptarlo. ¿Es necesario hacer más errores? Por lo general no queremos equivocarnos. Los errores se pagan. Fallar en el momento clave es una tragedia. Dejar de hacer lo que nos toca hacer o hacerlo erróneamente nos parece algo terrible.
 
Nos da miedo tomar decisiones equivocadas y luego tener que desandar el camino recorrido, perder un tiempo valioso. Sin embargo, es en los errores, en nuestras caídas y torpezas, donde nos hacemos más humildes, más niños, más dóciles. Es allí donde cambia la mirada y la compasión nos acompaña.
 
Cometer errores es lo contrario a ser perfectos y hacerlo todo bien. Nos hacemos así próximos para el prójimo, vulnerables. Rompemos la barrera que nos protege como intocables.
 
Olvidamos que si fuéramos menos perfectos los demás se acercarían con alegría, porque no tendrían que defenderse de nada ante nosotros. Nos mirarían con compasión. Se ofrecerían para ir en nuestra ayuda.
 
Ser imperfectos nos hace más sanos, más libres, más pobres. Correr riesgos y cuidarnos menos aligera el equipaje en el camino. Parece todo algo paradójico. Pero la vida es corta. Son sueños. Anhelos del alma.
 
Queremos que el corazón se agobie por lo real. Y no por esos problemas que no han sucedido. Que el corazón no se agobie pensando en el futuro y viva así con libertad el presente. Sí, eso es libertad interior.
 
¡Qué difícil vivir con un corazón tan libre! Un corazón viajero y vinculado, con raíces profundas y libre como los pájaros. Las paradojas de la vida. ¿Cómo es posible atarse y ser libre? Al pájaro basta con atarle un hilo muy fino a su pata para que no pueda volar. Un hilo muy fino. Y nosotros necesitamos vincularnos, atarnos y ser libres.
 
Amar nos hace plenos y sabernos amados nos da seguridad y valor para enfrentar la vida. Al mismo tiempo queremos ser libres para enfrentar la pérdida, la ausencia, la separación, el fracaso.
 
Los vínculos sanos en nuestra vida nos enseñan a echar raíces. ¿Es necesario estar dispuestos a entregar aquello que tanto amamos? El Señor nos muestra que sí, que todo es posible para aquel que ha puesto su corazón en el de Dios. Si nuestro corazón está arraigado en Aquel que todo lo puede, todo es más fácil. Cuando el corazón descansa en Dios somos capaces de renunciar por amor.
 
En la película «La vida de Pi», el protagonista comentaba: «La vida se convierte en un acto de renuncia. Lo que causa dolor es no tener un momento para despedirse. No poder agradecer».
 
Aprender a renunciar es parte de la vida. Amamos renunciando. Porque el amor sueña lo eterno y la vida es caduca y limitada. Por eso el amor ya surge renunciando. Renunciando a poseer para siempre, totalmente, sin límites. El amor en la tierra nace limitado y nuestros vínculos no alcanzan las estrellas. Pero en todo vínculo sano hay una semilla de eternidad. Y esa semilla crece desde la renuncia. ¿A qué somos capaces de renunciar por amor?
 
Nos apegamos y los vínculos nos atan. No queremos renunciar. Somos mediocres en ese acto de generosidad. Y vivimos superficialmente. Como decía una persona el otro día: «Hay que aceptar el punto en el que estoy en mi vida. Lo que vivo ahora. Vivir el momento. El misterio de cada día. No vivir de puntillas. Vivir a fondo. Ser generosos. Estar abiertos». 


[1] J. Kentenich, Cartas del Carmelo, 1942
[2] J. Kentenich, Kentenich Reader, Tomo III

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