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Caperucita Roja, el teorema del bienestar y la polio (Parte I)

Ilustración de Carl Offterdinger

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César Nebot - publicado el 14/04/14
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Que no, que la teoría de que el mercado se regula solo no es del todo cierta
Supongo al lector conocedor del cuento de Caperucita Roja de Charles Perrault. Por si acaso, y para recordarlo, les pongo al corriente de forma resumida. Una madre envía a su hija de unos cinco años edad bajo la advertencia de no desviarse de su camino a atravesar el bosque ataviada con una caperuza roja, de ahí el nombre, para llevar comida a su abuela convaleciente. Por el camino se encuentra a un lobo que la engaña para que tome un camino más largo. Así consigue llegar antes que la niña al destino, zamparse a la anciana y después vestido con sus ropajes acabar comiéndose también a la niña tras un astuto diálogo. Fin del cuento. Hasta aquí el cuento que explicaba Perrault, la versión suave en la que Caperucita es salvada por un leñador la introdujeron los Hermanos Grimm para no asustar tanto.  Pero lo importante era que la cruenta historia reforzara la moraleja del cuento. El resultado de la actuación del lobo y caperucita ha de servir de advertencia para los niños. No hay que fiarse de extraños. Y esta moraleja es lo más importante del cuento.

Hoy día, en la crisis que atravesamos no son pocos los economistas y políticos que aluden a una lectura neoliberal sobre los principios neoclásicos como la fórmula mágica que permitiría de forma más inmediata alcanzar crecimiento económico y salir del atolladero.

En efecto, el resultado previsto en el marco neoclásico es que la regulación de los propios mercados conduce a situaciones eficientes. Por lo tanto, el Estado es un simple convidado de piedra que preferiblemente no debe estorbar en el proceso de asignación óptima de recursos que realizan los mercados con esa precisión con la que opera un atento cirujano. Las injerencias del sector público sobre la actuación económica coartan la libertad y perturban el resultado óptimo. Ergo el sector público debe tener una importancia meramente testimonial.

Pero de igual manera que para llegar a la moraleja en el cuento de caperucita hay que explicar el cuento entero, para entender este resultado hay que explicar el modelo neoclásico completo y repasar la axiomática sobre la que se erige. Quedarnos sólo con la parte final puede resultar engañoso.

La axiomática sobre la que está montada la teoría neoclásica tiene tres grandes pilares: la competencia perfecta, la racionalidad perfecta y la información completa.

La competencia perfecta establece que los agentes afrontan sus decisiones considerando que los precios de los mercados vienen dados y que nadie dispone de un poder superior al resto que pudiera alterar el sistema de precios de forma unilateral.

La racionalidad perfecta consiste en que los individuos son capaces de realizar cálculos ilimitados de forma perfecta y sin coste alguno. Además, establece como racional que cada agente vele y maximice su propio beneficio de forma egoísta sin importarle el bienestar del prójimo.

La información completa contempla que todos los individuos disponen de la misma información acerca de todo, de forma que no hay ni información asimétrica ni información oculta.

Además de estos bloques axiomáticos, la teoría contempla dos restricciones más: la ausencia de externalidades, es decir, que la actividad económica de un agente no altera la actividad de otro; y la ausencia de bienes públicos, bienes cuyo consumo no es ni rival ni excluible. Tanto en uno como en el otro caso, la provisión que coordinaría el mercado bajo competencia perfecta fracasaría rotundamente.  Bajo el axioma de la racionalidad egoísta, nadie estaría dispuesto a pagar por un bien que pudiera disfrutar de forma gratuita o nadie tendría problemas en contaminar en exceso si con ello alcanzase mayores beneficios propios incluso a riesgo de un daño externo superior que soportasen los demás.

Por lo tanto, sobre esta axiomática y asegurando la ausencia de externalidades y de bienes públicos, el primer teorema del bienestar demuestra matemáticamente que la asignación que coordinan los mercados bajo competencia perfecta será la más eficiente. El mecanismo del mercado competitivo alcanzará eficiencia de forma que no existirá alternativa para conseguir un mayor bienestar en la economía. Esto fue un resultado tremendamente esperanzador cuando el mundo se debatía entre la libertad de mercado o la planificación de gobiernos totalitarios. Según este teorema, no se precisaba de dictadores que velasen por el bien común y que sacrificasen la libertad en aras de una organización racional. Simplemente, con mercados eficientes, esa misma libertad individual conduciría a una organización racional. Pero ojo, hablar de eficiencia, es simplemente un sentido técnico ausente de criterios de justicia. Lo que dicten los mercados no será necesariamente una situación justa pero sí eficiente. Esta es la moraleja. Fin del cuento.

No obstante, lo chocante es que a poco que se indague en la realidad, es fácil comprobar que la veracidad de cada uno de estos axiomas está en entredicho. El comportamiento de todos los agentes económicos no obedece a un régimen de mercado bajo competencia perfecta. De hecho muchas empresas buscan consolidar posiciones dominantes en los mercados de forma que no sólo deciden cantidad de producción sino también qué precio imponer habida cuenta el poder de negociación que ostentan.

Por otra parte, en nuestra toma de decisiones, la capacidad computacional no es ilimitada. No sólo nos cuesta calcular sino, tal y como se ha demostrado en muchos experimentos sobre la teoría de la elección, los solemos hacer francamente mal. Además, que cada uno vele únicamente por su propio bien de forma técnica y aséptica también se aleja de la realidad.  De hecho, en un famoso experimento sobre el juego del ultimátum que se realizó con diferentes grupos de decisores se pudo confirmar que los chimpancés actuaban más en la forma racional neoclásica del egoísmo en el sentido utilitarista que los propios humanos[i].  Finalmente, es inverosímil que todos los participantes en la economía dispongan de la misma información evitando la información asimétrica y oculta. Si así fuera, hoy día no tendríamos casos como el de las preferentes en España.

Llegados a este punto, cabe preguntarse si la falta de realidad de estos axiomas le resta validez a las conclusiones. Ciertamente no, siempre y cuando nuestra pretensión no exceda el objeto de la moraleja.  La inexistencia de lobos tan elocuentes o de madres que envían a niñas pequeñas a atravesar un peligroso bosque con un atuendo que no es en absoluto de camuflaje, no le resta validez a la moraleja del cuento de Caperucita. De igual manera, la falta de racionalidad perfecta, por ejemplo, no necesariamente invalida la moraleja de que los mercados en determinadas situaciones son mecanismos de asignación que facilitan la eficiencia económica.

Pero el problema reside en la pretensión de que el modelo se constituya como verdad absoluta que lo explica todo en cada uno de sus términos. Y se agranda cuando se imbrica en una visión normativa de cómo debe ser el propio ser humano ajustando la realidad al modelo, en lugar de, bajo la humildad y la deontología científica, ajustar el modelo a una realidad mucho más caleidoscópica. Entonces, las conclusiones pueden ser tan disparatadas y absurdas como prohibir a las niñas de cinco años que vistan con algo de color rojo o exterminar a los lobos por si alguno hablase y pudiera devorar a alguna Caperucita Roja.

(Continuará)

 


[i] Jensen, K., et al.
Chimpanzees are rational maximizers in an ultimatum game. Science 318: 107-9. 2007


En el 2013 se publicó otro hallazgo experimental, hasta los chimpancés superaban el marco de racionalidad egoísta introduciendo criterios de justicia en sus elecciones. 

 

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