Existe una enorme diferencia entre el entusiasmo por una idea y el amor hacia una persona
Quisiéramos sabiduría para distinguir el bien del mal, un corazón sabio e inteligente para gobernar. No es nada fácil educar un corazón así, en este mundo en el que cada uno tiene su propia visión de la vida. ¿Cómo se distingue el bien del mal?
Hoy parece que todo vale, que cada uno tiene su visión de la realidad y el bien y el mal se convierten en algo relativo. ¿Dónde están los límites?
Cuando hilamos más fino no es fácil marcar la barrera. La sabiduría es la capacidad de juzgar iluminados por la luz de Dios. En su luz aprendemos a analizar la realidad con su mirada. Nos hacemos capaces de apreciar los valores auténticos del mundo.
El hombre sabio no se queda en las apariencias, va a lo más hondo, profundiza. Sabe ver dónde está el bien y dónde el mal.
Sabe distinguir el oro de lo que sólo brilla. Sabe aconsejar y tomar decisiones prudentes. No se deja llevar por la opinión de todos. Sabe escuchar a Dios y encontrar en su corazón sus más leves deseos.
Cuando somos sabios, aprendemos a amar la voluntad de Dios sin pretender cambiarla. Pero a veces ni siquiera amamos a Dios. Amamos sólo una idea que tenemos de Él, un pensamiento.
Decía el padre José Kentenich: «En estos tiempos que corren, la mayoría de la gente, incluso aquellos que son capaces de hablar de Dios con mucho entusiasmo, no aman a Dios como persona, sino que aman una idea. Y esto no es devoción. Puedo comprender que alguien se entusiasme por una idea y hable de ella con fervor, pero existe una enorme diferencia entre ese entusiasmo y el amor hacia una persona»[2].
Amar una idea de Dios no moviliza todas las fuerzas del corazón. Ese Dios al que amamos puede ser sólo una idea, una teoría, un concepto. No es un amor personal e íntimo.
El hombre sabio es un hombre enamorado de Dios. Por eso ama su voluntad. ¿Es posible amar de verdad a alguien y no amar sus deseos? El verdadero amor personal nos hace fácil seguir los deseos de la persona amada.