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¿Cómo salvo a mi familia de la violencia doméstica?

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Juan Ávila Estrada - publicado el 08/10/14
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La clave fundamental: superar la tentación de “poseer” al otro
¿Qué se cuece en el  corazón humano cuando en un arranque de ira la respuesta ante una incomodidad o incomprensión en relaciones de pareja suele ser la agresión física e incluso la muerte de la otra persona?  ¿Qué ha llevado a que la violencia doméstica sea el pan de cada día en aquellos lugares donde el amor y el respeto deberían ser los pilares de toda relación en familia?

La consuetudinaria violencia de quienes están convencidos de que todo se arregla a los golpes, ha desmembrado familias enteras llevándolas al borde del abismo y del odio mutuo. La mentalidad de quienes empiezan a construir relaciones, muchas veces desde el noviazgo, en donde no se entiende el amor como donación sino como posesión; la creencia de que quien está a nuestro lado tiene una deuda impagable que debe abonar permanentemente para que los intereses afectivos no le devoren el alma, han sido leña en una enorme pira que ha consumido poco a poco las posibilidades del amor verdadero.

Es como si se cerniera sobre el amor de la familia  un halo de destrucción que busca mediante la agresión romper la posibilidad del diálogo y del entendimiento entre padres e hijos y cónyuges entre sí. No podemos desconocer que la esperanza de cuerdos no se genera únicamente en la posibilidad de expresar lo que se siente y quiere sino también en escuchar lo que el otro lleva en su corazón.

Generalmente, las alternativas  de diálogo están siendo fundamentadas en lo que se  quiere y no en lo que a la otra persona desea. Pero cuando la palabra no tiene el efecto deseado, máxime cuando se aspira que la nuestra sea la última que se exponga, es cuando  ante la sensación de impotencia,  la agresividad se convierte en la respuesta recurrente de aquellos a quienes les falta imaginación pensando que, de esa manera, pueden hacerse escuchar o respetar u obedecer.
Tú me gritas, yo te grito, así, quien eleve más la voz cree que puede vencer al otro. Nos falta habilidad para la resolución de conflictos familiares; los miembros de nuestra casa se han vuelto peras de boxeo a quienes permanentemente agredimos sin más creyendo que los lazos sanguíneos son lo suficientemente fuertes como para ser permisivos y capacitarnos  para perdonar.

Existen ejercicios en familia que deberían hacerse frecuentemente para volverse habilidosos en la resolución de conflictos. No debería esperarse a tener una situación de emergencia para intentar obrar desesperadamente y solucionar lo que generalmente se escapa de las manos. Veamos algunas.

1. Evaluar con regularidad la vida de familia. Esto implica sentarse a pensar lo que son y lo que quieren de cada uno y de todos. No se limiten a preguntar por las cosas del cole y del trabajo, del clima y de la economía. Es fundamental expresar el amor, crecer en el amor y abonar el amor.

2. Proponerse de modo personal crecer en aquello que cada uno quiere de sí mismo, ayudado y animado por los demás. Esto requiere contar a los otros los sueños del corazón.

3. No suponer nunca que la otra persona debe saber lo que pasa y lo que se siente. No hay adivinos en la familia. Exprese oportunamente la incomodidad del momento.

4. Tener como principio fundamental nunca irse a la cama enojados. Es menester recordar lo que el apóstol Pablo enseña: “Si se enojan, no pequen; que la noche no os sorprenda en vuestro enojo”.

5. Recordar que “las palabras no se las lleva el viento”, puesto que ellas siempre cumplen su objetivo. Quien las pronuncia ha de saber que la palabra nunca vuelve vacía.

6. Cuando la ira aflora la calma precisa. La ira se  permite hacer o decir lo que la sensatez y paz nunca harían. Fuera de esto es vital reconocer que la violencia destruye cualquier vía por pedregosa que sea. Hay caminos difíciles de recorrer, sobre todo cuando las piedras hacen tropezar con frecuencia.

Cuando el amor es lastimado, el respeto debe prevalecer. Es más fácil sanar un amor maltrecho que un respeto quebrantado. El amor no da posesión aunque genere un sentimiento que se le parezca. No lo da porque cada quien se dona pero no para ser objeto del otro sino como un don en el que se comparte lo que cada uno es.

Si los padres dejan de ver a sus hijos como “algo” que les pertenece, si los novios van entendiendo la construcción de sus vidas como una oportunidad para “ser con otro”, si los esposos dejan de pensar que un sacramento o vínculo civil es una factura que le da derechos de exclusividad de “uso” y posesión de un bien, entonces generaremos relaciones más sanas en las que se mire a la otra persona como alguien semejante que merece y necesita todo el cuidado y respeto que cada quien busca.

Somos seres en construcción, en continuo crecimiento y desarrollo y precisamos de estar abiertos siempre a ser de día en día  parte del proyecto divino. Si en un momento no sabes decir algo bueno, no digas lo que lastime. Si no hay palabras amables da un abrazo oportuno, uno  que dé seguridad y confianza, que recupere la paz y sane el amor herido. Somos seres para el amor; ha sido el pecado quien nos enseñó a mirarnos con ojos agresivos y como parte de nuestras pertenencias, pero nada está perdido, pues es con la familia y en la familia en la que somos salvados.

 

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