El signo de la cruz es el primer gesto de fe que aprendemos y es el que acompaña a cada oración oficial o personal de la Iglesia. La simbología que expresa es límpida, especialmente cuando está acompañado por las palabras “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.
Su historia es antiquísima y se pierde en los orígenes de la Iglesia apostólica, que empieza a estructurar su propia fe a través de gestos y palabras comunes.
Los primeros testimonios se remontan a la época de los Padres de la Iglesia, y se refieren al pequeño signo de la cruz, el único entonces en uso, hecho con el pulgar generalmente en la frente, a veces en otras partes del rostro y después del cuerpo.
Tertuliano, autor a caballo entre los siglos II y III, habla de un uso personal y difundido del signo de la cruz. En una obra clave en que compara el compromiso bautismal de los cristianos con el juramento de los soldados del imperio, afirma: “Si nos ponemos en camino, si salimos o entramos, si nos vestimos, si nos lavamos o vamos a la mesa, a la cama, si nos sentamos, en estas y en todas nuestras acciones nos marcamos la frente con el signo de la cruz” (La corona de los soldados, III,4).
Poco más tarde aparecen los primeros testimonios litúrgicos. Se trata siempre del pequeño signo de la cruz, que acompaña en varios momentos a la liturgia bautismal, con la que se comunica el misterio de la Pascua de Cristo, para vivir en la comunión de la Trinidad.
Según la Tradición apostólica, venerable texto litúrgico de ambiente romano del siglo III, el último exorcismo con el que se manda al espíritu enemigo que se aleje de los candidatos al Bautismo se acompaña de un signo de la cruz sobre la frente, sobre las orejas y sobre la nariz (n. 20).
Al término del rito, la unción en la frente con el sagrado crisma sella el rito bautismal: el obispo “lo signe sobre la frente, lo bese y diga: “El Señor esté contigo”, y el que ha sido signado responda: “Y con tu espíritu” (n. 21).
El gesto, después, acompaña la vida personal de fe del creyente: “Cuando eres tentado, márcate devotamente la frente: es el signo de la Pasión, conocido y experimentado contra el diablo si lo haces con fe, no para ser visto por los hombres, sino presentándolo como un escudo” (n. 42).
La costumbre de signarse también el pecho se remonta al siglo V: nace en el Oriente cristiano, se difunde después en la Galia y en el ritual romano (unción con el óleo de los catecúmenos; durante la Misa al principio de la lectura del Evangelio).
Siempre en Oriente, durante el siglo VI, nace la costumbre de signarse con tres o dos dedos abiertos, mientras que los demás permanecen cerrados. El gesto se refiere a las luchas teológicas para definir la fe en la Trinidad (los tres dedos abiertos) o en Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre (los dos dedos abiertos).
De nuevo, la costumbre llega a la tradición latina. Tenemos de ella una representación plástica en un bajorrelieve en la catedral de Módena (Italia), que se remonta al siglo XII, donde se ven algunos fieles que se signan sobre la frente con los tres dedos abiertos, ante el sacerdote que empieza a leer el Evangelio.
El uso de un gran signo de la cruz nace en los monasterios hacia el siglo X, pero probablemente se remonta a épocas anteriores, especialmente en el uso privado.
Al principio se trazaba aún con los tres dedos abiertos y bajando de la frente al pecho, pasando después del hombro derecho al izquierdo.
La tipología del gesto es típicamente oriental. En momentos posteriores, la tradición occidental comenzó a usar la mano extendida, invirtiendo el sentido de izquierda a derecha. Esta forma es codificada en la liturgia romana sólo con la reforma litúrgica del siglo XVI, después del concilio de Trento (Misal de san Pío V).
Finalmente, recordemos que el signo de la cruz estaba muchas veces acompañado por una fórmula.
La trinitaria, que usamos todavía hoy, se remonta a la redacción del Evangelio y se convirtió en canónica desde la reforma carolingia del siglo IX. Pero se usaban también otras fórmulas, como cuando se abre la oración de la mañana signándose la boca diciendo: “Señor, ábreme los labios”.
Los griegos suelen decir: “Santo Dios, Santo fuerte, Santo inmortal, ten piedad de nosotros”. Este gesto, a través de las pequeñas modificaciones, ha acompañado la vida de fe de la Iglesia a lo largo de los siglos. Volviendo a lo que decíamos al principio, es como un incipit para los momentos de fe que el creyente tiene la conciencia de vivir.
A través de la Pascua de Cristo, en la que estamos inmersos a través del Bautismo, somos llamados a vivir en el amor de la Trinidad: el signo de la cruz nos recuerda a todos cuál es la esperanza a la que hemos sido llamados.
Por el padre Valerio Mauro, profesor de Teología Sacramental.
Artículo publicado por Toscana Oggi