No son palabras vacías, sino que van unidas al testimonio de su amor verdaderoImaginaba un afamado literato, a la hora de novelar el Sermón de la Montaña, que mientras el Maestro comenzaba a hablar recitando una a una las bienaventuranzas, un grupo de lisiados, por su condición, llegaba tarde para escuchar a Jesús, y que el más adelantado, dirigiéndose a los que le seguían, y habiendo conseguido ya oír algo de lo que Jesús decía, les decía: “creo que está hablando de nosotros”.
Si tuviera que elegir veintiún siglos después algún acontecimiento lo más parecido a aquel Sermón de la Montaña, yo no tendría ninguna duda. Optaría por la misa del Papa Francisco del domingo pasado en Filipinas, la mayor concentración de la historia hasta hoy conocida.
Coinciden el orador (de Cristo al Vicario de Cristo en la tierra), y coinciden los destinatarios del mensaje: la muchedumbre, las gentes, el pueblo sencillo y pobre, que no tiene reparo, a diferencia de los estirados autosuficientes ricos y poderosos, de recorrer a pie los kilómetros que haga falta para oír una palabra creíble de esperanza para sus vidas.
En las palabras del Papa –siempre que no sean manipuladas por los charlatanes morbosos o por los calculadores poderosos- hay una claridad meridiana, y como con el Maestro, no son palabras vacías, sino que van unidas al testimonio de su amor verdadero, a las lagrimas de quien ve la deriva de este mundo, que parece encaminarse al sinsentido de un destino incierto aturullado por sus miserias.
Una y otra vez el Papa se dirige a los pacíficos para confirmarles en su verdad; a los perseguidos para alentarles en su valentía; a los pobres para levantarles del desanimo y concienciarles de sus derechos y de su capacidad para hacerse oír y respetar; a los que viven atormentados por el dolor y entristecidos por la soledad para que se sepan acompañados por él y por la Iglesia del consuelo y de la caridad, a los atribulados por cualquier causa, para se sepan amados por Dios y por los hombres de corazón dócil a su Espíritu.