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La crucifixión – La Pasión narrada por un Fisiólogo (5)

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Primeros Cristianos - publicado el 03/04/15
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La muerte por crucifixión es una de las torturas más crueles maquinadas por el ser humano“Padre, perdónales porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34)

Llegan al Calvario. El camino ha sido cuesta arriba y Jesús está exhausto. Le quitan con brusquedad su túnica inconsútil. Jesús sufre al sentir sobre sí mismo la vergüenza de su desnudez a la vista de cientos de miradas.

El cuerpo Santísimo del Creador del mundo expuesto a la mofa y escarnio de unos personajes zafios, crueles y groseros. No es difícil imaginar a la Virgen acercándose para cubrir con un manto parte el cuerpo de su Hijo. Ningún soldado romano o sayón judío osó impedir este acto de protección maternal del pudor de su Hijo.

Crucifican a Jesús

Las cientos de heridas medio cerradas se reabren por segunda vez. Nueva hemorragia. “Le crucificaron allí, a él y a los ladrones, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía «Padre, perdónales porque no saben lo que hacen»”(Lc 23, 34) clavando_cristo_cruz

San Mateo dice que “desde la hora sexta (doce del mediodía) toda la tierra se oscureció hasta la hora nona (tres de la tarde)” (Mt 27, 45), y que incluso se produjo un pequeño terremoto que quizás zarandeara la cruz. La creación, estremecida y avergonzada, parece que quiere envolver en la sombra del pudor el cuerpo descubierto de su Creador clavado en la cruz. Y posiblemente comenzó a hacer más frío.

Por documentos históricos, tanto de escritores cristianos como paganos, y por los hallazgos arqueológicos de crucificados en la Palestina de la época del Señor, es razonable pensar que primero clavaran los dos brazos al tablero horizontal que cargó durante el camino al Calvario.

Además, conocemos bien el tamaño y la forma de los clavos de hierro que solían emplear los romanos para la crucifixión: largas pirámides cuadrangulares, con amplia base de retención, también cuadrada.

Los clavos eran, seguramente, guiados entre el radio y los huesos del carpo (muñeca), o entre las dos filas de huesos del carpo, ya sea próximos o a través del flexor retinaculum y los ligamentos del carpo. El clavo podía pasar perfectamente entre los elementos óseos y no producir ninguna fractura.

Pero posiblemente, la herida perióstica era extremadamente dolorosa (el periostio es la membrana fibrosa adherida a los huesos, que sirve para su nutrición y renovación).

Con los brazos estirados pero no en forma tirante, las muñecas -no las palmas de las manos- eran clavadas al patíbulo. Se ha demostrado que los ligamentos y los huesos de la muñeca pueden soportar el peso del cuerpo suspendido. De otra forma, si se hubieran clavado las palmas, el peso del cuerpo en posición vertical las hubiera desgarrado.

Los clavos pudieron rozar o atravesar el nervio mediano, que produciría descargas de dolor proyectado y referido en ambos brazos. La lesión del nervio mediano provocaría parálisis de una porción de la mano.

Además, la parálisis y las contracciones musculares podrían haber causado isquemia (falta de circulación sanguínea adecuada) en muñecas y manos, debilidad de varios ligamentos y posibles desgarros.

Se produce, además, un intensísimo dolor agudo proyectado a toda la mano -que se suma al del clavo desgarrando piel, músculos y tendones- y que se refiere a todo el brazo y hombro en los lados del cuerpo. Se produce flexión inmediata y permanente del dedo pulgar.

Los pies podían ser clavados con dos clavos o con uno. En este último caso, el dolor es posible que aún fuera mayor, por la menor facilidad de movimiento derivado de la necesidad de superponer una pierna sobre otra.

Podemos imaginar además que los verdugos, necesariamente brutales y despiadados, no tuvieran demasiadas contemplaciones para hincar los clavos en el cuerpo y en la madera, y que alguno de los martillazos fallaran en su puntería y cayeran directamente en las manos, muñecas o empeine del pie de Jesús.

Los pies se sujetaban al madero vertical a través de unos clavos de hierro colocados entre el primero y segundo espacio intermetatarsiano, justamente cerca de la articulación tarsometatarsiana.

Es lógico afirmar entonces que el nervio peroneo y los nervios de la planta del pie podrían lesionarse con los clavos, produciendo un agudo dolor referido en ambas extremidades, de modo análogo a las extremidades superiores.

Se provocaron, pues, en las regiones carpiana y tarsales de ambas extremidades, heridas punzantes, transfisiantes (que atraviesan), de bordes contusos y signos de pequeños desgarramientos al tener que soportar el peso del cuerpo de Jesús.

Levantan la Cruz de Jesús

A continuación se elevaba el leño horizontal, de manera que éste se clavaba sobre el vertical, previamente erguido. Se podía colocar un pequeño pedestal (sedile) para apoyar los pies del condenado y evitar que quedara colgado.

Si esto ocurriera, la muerte sobrevendría por asfixia inmediatamente y de lo que se trataba era prolongar el sufrimiento y la agonía del condenado lo más posible.

En cuanto el crucificado quedaba en posición vertical, seguramente de forma brusca, se pudo haber producido un estado de hipotensión ortostática, que, en todo caso, no privó de la conciencia a Jesús. Pero no es descartable que se produjeran sensaciones de naúsea, mareo y quizás -de nuevo- vómito.

La crucifixión no tiene porqué afectar a grandes arterias o venas. La sangre que manó de las extremidades no debió ser excesivamente abundante. La mayoría de las arterias comprometidas en pies y manos eran relativamente profundas, no de gran flujo y además la transfixión se realizaba con objetos punzantes.

De todas formas, por la hematidrosis de la noche anterior, y sobre todo por la flagelación, Jesús ya estaría en estado de preshock hipovolémico por falta de sangre.

La sangre que brotó de las manos y pies del Salvador pudo muy bien resbalar por las muñecas y antebrazo, siguiendo los dos recorridos determinados por la posición del antebrazo en cada movimiento respiratorio. La sangre también correría por los pies y la madera del pedestal de apoyo, y quizás llegara hasta el suelo.

La respiración en la Cruz

La muerte por crucifixión es una de las torturas más crueles maquinadas por el ser humano. El crucificado muere poco a poco –a veces podía estar más de cinco horas- por asfixia.

Parece lógico que el problema en la crucifixión es la inspiración, porque hay que elevarse apoyándose en los pies y manos atravesados, pero lo que ocurre es todo lo contrario: es la espiración la que se ve seriamente comprometida.

Conviene recordar que en la respiración normal, la inspiración es un proceso activo que requiere el descenso del diafragma, estimulado por el nervio frénico.

El resto del proceso de inspiración se debe a los músculos inspiratorios accesorios, tales como los intercostales externos, esternocleidomastoideo, pectorales y paraesternales intercartilaginosos.

Por otro lado, la espiración es pasiva: se produce relajación del diafragma, que asciende, y se relajan también el resto de músculos respiratorios.

Sin embargo, el esquema se invierte en la situación de una persona crucificada. La inspiración pasa a ser pasiva, debido que el cuerpo está colgado de las muñecas, los codos extendidos y los hombros separados: los músculos inspiratorios accesorios están “tirando hacia arriba” en el sentido de expandir la caja torácica.

Es decir, la propia postura de la crucifixión es favorecedora de la inspiración: casi basta con abrir la boca para que el aire entre, succionado hacia el árbol respiratorio: se está en una posición torácica en situación de inspiración.

Pero la espiración está intensamente dificultada. Para una exhalación adecuada se precisa elevar el cuerpo utilizando como apoyo los pies, la flexión de los codos y hacer movimientos de aproximación de los hombros.

Sin embargo, esta maniobra coloca todo el peso del cuerpo sobre los huesos del tarso y producirían un dolor severo. Más aún, la flexión del codo causa la rotación de las muñecas alrededor de los clavos de hierro, provocando un dolor pronunciado a lo largo del nervio mediano.

Levantar el cuerpo también sería una acción muy lacerante, ya que apoyaría la espalda sangrante en el poste de madera. Los dolores musculares y una parestesia (sensación de adormecimiento u hormigueo) de los brazos se suman a la posición extremadamente incómoda.

Jesús sufre una asfixia lenta y dolorosa que tiene como resultado un aumento de la frecuencia respiratoria (taquipnea). Estas respiraciones, sin embargo, son superficiales, y no se capta mucho oxígeno. Progresa la insuficiencia respiratoria, en presencia de desagradables calambres musculares.

“Tengo sed”

Jesús habló desde la cruz: “Tengo sed” (Jn 19, 28) Aparte de las consideraciones humanas y espirituales de enorme valor, puede perfectamente implicar también una sed fisiológica paroxística debida a la intensa deshidratación y pérdida de sangre.

Posiblemente la sed ardiente que padeció Jesucristo, producida por un aumento de la osmolaridad del medio interno y por la severa hipovolemia, es una de las sensaciones más fuertes que puede experimentar el ser humano.

Jesús aceptó y gustó la mezcla de vinagre y hiel que le ofrecieron en una esponja colocada en una caña, “pero en cuanto lo probó, no lo quiso beber” (Mt 27, 35).

Tuvo la delicadeza humana de aceptar ese consuelo, como aceptó que le ayudaran a llevar la cruz o que le secaran la cara durante el camino al Calvario. El vinagre y la hiel fueron los últimos alimentos que el Señor gustó antes de morir.

Santiago Santidrián. Catedrático de Fisiología de la Facultad de Medicina de la Universidad de Navarra. Artículo originalmente publicado por Primeros Cristianos

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